Opinión

La mente, la vida, el azar

La grandeza del ser humano es infinita. Su razón y su voluntad han ido modelando las etapas de la humanidad hasta hacerlas espacios en los que desarrollar su actividad principal: vivir. El hombre se ha ido autoimponiendo sus normas de convivencia, se ha ido dando sus propias formas de gobierno para que las sociedades, entendidas como los aglutinantes capaces de cohesionar a los individuos que viven en comunidad, fueran espacios pacíficos de convivencia, y al mismo tiempo sirvieran de parapeto frente a agresiones extrañas. Y así, a golpe de paz y de guerras para mantenerse a salvo de los peligros, ya fueran éstos reales o fingidos por propio interés, o para ir ensanchando los vastos territorios a descubrir, se ha ido formando eso que hemos denominado sociedad desde los tiempos inmemoriales hasta nuestros días. Y siempre el hombre como protagonista: cualquier era o revolución, de piedra, industrial, tecnológica o biogenética, nunca habría visto la luz si no hubiera sido por la intervención humana. La máquina eléctrica, el chip informático, el satélite espacial, el fármaco milagroso o el gen clonado, no son sino instrumentos creados y perfeccionados por el hombre, en su constante afán por hallar la perfección o la inmortalidad, por traspasar las barreras del tiempo y del espacio, o por domeñar definitivamente cualquier medio o entorno que le fuera a priori hostil. El hombre y su infinita búsqueda de la superación.


Y todo nace y se idea en 1.500 gramos de materia milagrosa, en los que se alojan miles de millones de neuronas en constante conexión entre ellas. Un quilo y medio de cerebro capaz de pergeñar lo más maravilloso y sorprendente que uno se pueda imaginar. Ese chaval con el que nos vamos a cruzar en la acera, aquel anciano que a duras penas avanza ayudado del bastón, o el niño que juega alegre con la pelota, ajeno a cualquier  avatar, portan consigo, sin ser conscientes de ello, el arma capaz de cambiar el universo. Un arma, un instrumento que, quién puede dudarlo, si puede condicionar el rumbo de la humanidad, cómo no va a poder también alterar la sencilla vida de cualquiera de nosotros, que por azar nos vamos a cruzar en el camino de aquellos. Mírelo tranquilamente, querido lector; mire a ese joven que se acerca caminando por la acera hasta llegar a su altura. Mírelo bien. Puede que vaya absorto en sus banales cavilaciones; hasta puede que si le peguntamos en qué va pensando, no sepa a ciencia cierta qué responder, así de inconsciente es el simple hecho de vivir. Pero mírelo mejor; quizás sus ojos le delaten; quizás alberguen un halo de felicidad porque su mente se ha enredado con el amor de su vida. O puede en cambio que haya un atisbo de rencor en sus pupilas porque se siente el ser más injustamente tratado, y solo le mueve el oscuro ánimo de la venganza. Cabe entonces que usted pase a ser el blanco de su ira pues se ha topado en su camino por puro azar, sin haberlo provocado. Cabe que su cerebro, otrora tan clarividente, ahora sea presa de conexiones confusas que le hagan ver en usted el origen de todas sus desgracias. Usted, sencillamente, estaba en el lugar equivocado.
¡Ay!, las miradas de más de cien personas se cruzaron con las del copiloto en la puerta de embarque o justo al entrar en el avión. Nada extraño hallaron en ella, ningún brillo de odio, ningún resquicio de locura. Pero el cerebro del copiloto, tras la conexión mortal de miles de neuronas, ideó el plan perverso. Imaginó el infierno, el fuego y los gritos de horror. Y no lo dudó. Las vidas de mujeres, hombres y niños colgaron de repente de un hilo que no dudó en cortar.
Fue el cerebro, el arma más poderosa. O quizás el alma, que en este incomprensible mundo a veces se envenena, sin saber uno por qué.

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