Opinión

La política, una profesión de riesgo

Quizás este artículo cojea ya desde un principio, desde el título que lo encabeza. Hablar de política como profesión, o como modo ordinario y perenne de ganarse uno la vida desde que se tiene edad para acceder al mercado laboral, se ha convertido en España casi en norma general, lo que ha supuesto una auténtica lacra para el funcionamiento normal de todas las instituciones en las que los partidos tienen algo que cortar. Allí donde hay una alcaldía, una diputación, una empresa pública o una lista en ciernes para los comicios más próximos, habrá también el profesional de turno que lleva toda su vida en ello, y que no quiere dejar de mojar el pan en la salsa de ese guiso. Al final el puesto que vaya a ocupar casi es lo de menos; lo importante es no perder comba, seguir saliendo en la foto, conservar el ritmo (el timing, que dirían los pedantes) del oficio de político o enchufado puesto a dedo. Solo falta que sigan pasando los años y los lustros para que, de repente, un día el individuo se dé cuenta de que lleva toda su vida en el meollo de lo público gracias a su habilidad para mantenerse siempre al lado del caballo ganador, o para cepillar la crin del nuevo potro que ha salido a escena. Tanto tiempo ha pasado que recuerda con cierta nostalgia sus inicios como cachorrillo del partido, y aún bendice el momento en que tomó la sabia decisión de hacer carrera en el aparato, en lugar de tener que codearse con los más fieros en el competitivo mundo de la empresa privada, o de hincar los codos de madrugada para obtener una ansiada plaza en una oposición. 

El caso es que ahí tenemos al tipo con sus alforjas llenas —de experiencia—, después de casi treinta años en lo público. Todo un profesional. Hubo un tiempo en que a nadie sorprendía esa fosilización; ellos estaban en su mundo, tranquilos, sin alharacas ni revueltas a su alrededor; al menda siempre se le identificaba con un puesto dado previa exhibición de carnet. Daba igual que a su partido le diesen una patada en unas elecciones; a la vuelta de la esquina estaban las municipales, las autonómicas, los consorcios creados, los puestos de asesores de confianza, los entes públicos, la delegaciones territoriales…, todo un mar de oportunidades para seguir ejerciendo su labor magistral de servidor público, para la que (de eso saben muchos) no hay universidad ni empresa privada que te prepare. Y sin solución de continuidad va engarzando puestos como eslabones de la cadena que le mantienen atado y fiel al superior que lleva el viento de cola.

Pero ocurre que los tiempos cambian: los ciudadanos se vuelven exigentes, muda el escenario político, se revoluciona el patio del colegio (perdón, del Congreso) y aflora el mal endémico de la corrupción. Por esa grieta se pierde la honorabilidad del político de profesión, pues dicen las malas lenguas que éste haría lo que fuese por mantener su sillón y seguir llenando el buche, por si en el futuro, quién sabe, vienen mal dadas. Pero lo pillan, está tan metido en el aparato y su nombre aparece en tantos papeles que es imposible escabullirse de la investigación. Lo llaman al orden al despacho del jefe y le dicen mira, tenemos mucha presión y esto no se sostiene más; te vamos a echar a un lado. Gracias por tus años con nosotros. Él, acostumbrado a obedecer, se retira, con cierto resquemor. No hecho nada que ellos no hiciesen, solo me quieren de parapeto, piensa. 

Su luz se apagó al fin, para pena y desgracia de los más íntimos; muchos de los suyos, que exigieron entonces su cabeza, ahora se deshacen en elogios, en curiosa transfiguración metafísica. Pues como bien saben, si bien el cuerpo se acaba pudriendo bajo el gélido sepulcro, el alma alegre vuela libre de alforjas y de maldad. Donde sea que se dirija.

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