Opinión

Vida al fin y al cabo

Hoy me lo han puesto fácil; hoy no tengo que darle demasiado a la mollera para sacar adelante esta columna. Y la "culpa" es de un amigo, un muy buen amigo, que me dio la idea sin saberlo. Fue ver un sencillo video que me envió, y el vello se erizó, las sensaciones manaron y los dedos tecleaban fácil en el teclado. No era de esa clase de ñoñerías que abundan en las redes sociales, llenas de frases ampulosas y cursis que te conminan a reenviar el mensaje a 10 personas para que el amor quede desperdigado por el universo adelante. Lo que vi y escuché hablaba de la vida real, de los vivos y no de los muertos, de los vivos que fracasan en un empeño, en dos, en cien empeños, y lloran, y se desesperan, y están tentados a abandonar y saltar al vacío, tan grande es su frustración. Pero al borde del precipicio, el fracasado, resignado a la derrota, siente de pronto en la piel la humedad de las lágrimas que resbalan por su cara; fija sus ojos en las manos, que tiemblan de la furia apenas disimulada. Y entonces esa piel que siente el frío y esa mano que contiene la rabia le recuerdan, sencillamente, el milagro que es estar vivo.

Que los muertos no sufren ante un fracaso, pues su piel ya dejó hace tiempo de palpitar y erizarse ante el dolor, el calor, el frío, la alegría o la caricia de su amada. Los muertos no aprietan los puños, como sí lo hacen los vivos, no sólo cuando contienen la ira, sino también cuando asen fuertemente la mano del hijo vulnerable que busca el cobijo del padre. Los muertos, sépanlo ya ahora, desearían poder vivir; el electroencefalograma del que ya no vive es plano, como una llanura yerma en la que no brota la flor; el del vivo está lleno de subidas y bajadas, de colinas escarpadas que vencen al alpinista a mitad de la escalada -y fracasa en el reto-,  y también de laderas verdes por las que bajamos a tumba abierta sin reparar en el riesgo, felizmente inconscientes. 

Me confieso fan del antihéroe; de ése al que, pese a intentarlo con todas sus fuerza, casi todo le sale mal y aun así no le pierde la cara a la vida. Admiro al que ve en el fracaso una lección de vida que lo hace mejor persona; escapo de quien se queja a todas horas de lo injusta que es con él la vida, sin reparar, ingrato, en que cada día que nos despertamos es un regalo del Olimpo. Procuro ser como el que distingue y disfruta la grandeza que cabe en un minuto sentado alrededor de una mesa con amigos, un tesoro en un mundo cada vez más individualista; escapo de quien desprecia la felicidad en minúscula porque ansía la Felicidad en mayúscula y gasta la vida en el empeño imposible. Y quiero rendir tributo al beso de quien te quiere y está a tu lado, el beso al que, de tan familiar, a veces no valoramos lo suficiente. Quiero todo esto porque cada palabra, cada roce, cada risa y llanto, cada respingo estomacal ante lo desconocido, cada temor superado, cada discusión apasionada y apaciguada al final con una pasión aún mayor, es una prueba indeleble de que, sépanlo ya, aún estamos vivos.

La vida es jodidamente cruel a veces; nos lleva a límites que creíamos que nunca podríamos aguantar; ante una desgracia maldecimos al hacedor —sea éste Dios o la madre Naturaleza— y caemos en el absurdo de despreciar nuestra propia existencia, como si creyésemos que todo nos tendría que venir regalado. Es tan paradójico: nos quejamos amargamente de las contrariedades, de las frustraciones y de los malos ratos que nos toca pasar, pues no somos inmunes al dolor, a la rabia o al desaliento; pero  gastamos tanto tiempo en ello que acabamos perdiendo lo esencial. Sin darnos cuenta de que sólo el que sufre, llora y se desespera, pero también ríe, goza y ama, sólo él está realmente vivo. Porque los muertos, sépanlo ahora, no sufren, pero ya no pueden vivir.

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