Opinión

Los demonios del covid

La vecina enfermera comenta durante el parte del ascensor que a los compañeros de psquiatría se les han disparado las consultas después del primer confinamiento para frenar la pandemia de covid-19. Al pasar delante de la peluquería soplan que el cartel de "cerrado por defunción" que cuelga en la verja de la pastelería se debe a que el chico "tan suyo, aunque siempre atento" se ha suicidado. Por el momento no han conseguido más detalles, pero prometen seguir con la investigación porque "nadie se lo esperaba y esa clase de negocios sigue funcionando casi igual". Días antes, en la comisaría de León tampoco había pistas que permitiesen detectar que un compañero a punto de jubilarse le iba a hacer la puñeta tanto a sus deudos como al personal de limpieza.

A primera hora de la tarde del lunes varias patrullas irrumpen en una céntrica plaza leonesa para reducir a un hombre con un comportamiento violento que se ha atiborrado de pastillas. Un escalofrío sacude a los sorprendidos paseantes cuando lo introducen en la ambulancia a la fuerza. Y no es mal de altura o trastorno geográfico, se trata de las secuelas de la pandemia. Todavía no se ve la orilla. El martes, una hora antes del toque de queda, las calles de A Coruña, una ciudad para "andar de parranda e dormir de pé", ofrecían una estampa de vacío y tristeza salpimentada por la contada clientela de los garitos que siguen en pie. Los hosteleros se manifestaron ayer en Santiago para que se retrase hasta la medianoche el toque de queda y poder salvar así el servicio de cenas porque alguno por estos pagos a las ocho de la tarde aún se está levantando de la comida. Piden dar de comer para no pasar hambre. 

En la calle Torreiro entra una patrulla de la poli para contener a un fulano empeñado en aporrear un timbre mientras se acuerda de la familia de alguien. Segundos después, una chavala con el talle recogido en un top hace el gesto de escupir a unos tipos con cara de no querer ampliar el círculo de amistades. Al pasar saca la lengua liberada de mascarilla. La sirena de la poli vuelve a chillar. A unos metros, la amiga, más vestida pero igual de pedo, resopla al comprobar que no va con ellas. El coco ya sufre los demonios del covid.

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