Opinión

La mente ha muerto. ¡Viva el cerebro!

Iniciaré el abordaje de la relación entre la mente y el cerebro con una pregunta: ¿Cómo se ensamblan los conceptos en las palabras que los contienen?

Consideremos la palabra «realidad». Al leerla o escucharla entendemos su significado; sin embargo, si la analizamos en detalle, como si la pusiéramos bajo el microscopio electrónico, ¿hallaremos el concepto que encierra entretejido y agazapado tras sus letras? Es evidente que la respuesta será negativa; entonces tan solo caben dos posibilidades: o los conceptos son invisibles, inmateriales, o no existen.

La ciencia contemporánea postula que lo inmaterial es irreal; que todo necesita una base física en la que sustentarse. De ser esto así, los conceptos no existirían. En ese supuesto ¿cómo es que podemos entendernos al utilizarlos?

Usted tal vez argumente que lo que acaece es que los conceptos no están en las palabras; están en el interior de nuestra cabeza, en nuestra mente. Veamos qué hay de verdad en esta creencia.

Teorías de la mente humana

Para la tradición cartesiana los humanos somos seres duales, estamos constituidos por dos sustancias: la sustancia extensa, material, que sería nuestro cuerpo (en el que se incluye el cerebro); y la sustancia pensante, el yo incorpóreo e intangible, que vendría a ser nuestra alma (la mente). En Descartes ambas sustancias son independientes y no se pueden reducir la una a la otra.

Este paradigma estuvo vigente hasta 1956, año en el que el psicólogo Ullin Place publicó su renombrado artículo «Is Consciousness a Brain Process?» (¿Es la conciencia un proceso cerebral?), donde afirma que las sensaciones son originadas por la actividad cerebral y, por consiguiente, pueden ser reducidas a esta. Habría, pues, una identidad entre la mente y el cerebro: serían una única y misma cosa. Acababa de nacer el materialismo contemporáneo.

A muchas personas les parecerá atrevida esta hipótesis; no obstante, hay otra corriente filosófica todavía más radical denominada «eliminativismo» que propugna la inexistencia de la mente. Según esta posición, fenómenos mentales como los deseos y las creencias son conceptos sin objeto ya que se refieren a algo que no existe. Ocurre con términos como «ángel», «fantasma» o «extraterrestre», los cuales remiten a entidades imaginadas por el ser humano.

Examinemos el caso de las psicofonías, esos extraños ruidos supuestamente emitidos por los difuntos. Quienes crean que el espíritu de los muertos se manifiesta a través de ellas deberían reflexionar sobre cómo es posible proferir sonidos articulados sin aparato fonador, sin laringe ni cuerdas vocales. ¡Y sin cerebro!

Otra propuesta relevante acerca del vínculo entre la mente y el cuerpo la realizó, desde el funcionalismo no materialista, Hilary Putnam en la década de 1960. Es conocida como «Teoría computacional de la mente». Esta teoría defiende que una función mental cognitiva (no sensitiva, ni desiderativa, ni emotiva) se puede formular como un programa de ordenador que se ejecuta en un cerebro humano. Dicha metáfora nos retrotrae al dualismo cartesiano: la mente se corresponde con el «software» y el cerebro con el «hardware».

¿Cuál es el funcionamiento íntimo del cerebro?

Propondré un supuesto práctico que arroje luz, o aún más oscuridad, a lo expuesto hasta ahora:

Estoy dando un paseo por los recién descubiertos restos del palacio de Godoy en Madrid. Al verlos, en mi conciencia emergen pensamientos, imagino situaciones y siento cosas. Por ejemplo, siento añoranza por la pérdida de los ideales de la Ilustración; además, me detengo en imaginarme cómo sería la vida del valido del rey Carlos IV; ¡y cómo no!, pienso que fue un error derruirlo para ampliar una calle.

Ante semejante cúmulo de experiencias surge una pregunta inevitable: ¿De qué modo el cerebro humano elabora y hace conscientes todos estos eventos mentales?

De acuerdo con las actuales neurociencias, lo lograría mediante complejos procesos neuronales de naturaleza bioelectroquímica. ¿Pero cómo se explica que yo pueda pasar de forma instantánea y sin solución de continuidad de una imagen mental a un pensamiento, de un pensamiento a una sensación, de una sensación a un deseo, de un deseo a una creencia, de una creencia a una emoción, de una emoción a una imagen mental…?

Se conocen varios neurotransmisores y fenómenos eléctricos que intervienen en estos acontecimientos. No obstante, inquiero: ¿A cada pensamiento, deseo, intención… concretos corresponde un neurotransmisor y un fenómeno eléctrico particular o son los mismos para todos ellos?, y si fuese esto último ¿qué distingue, desde el punto de vista biofísico y bioquímico, un estado cerebromental de otro?

En contraposición, si cada estado cerebromental es generado y mediado por un proceso fisicoquímico distinto; siendo aquellos probablemente infinitos o cuasi infinitos (por lo menos en lo que a pensamientos y competencia cognitiva se refiere) ¿dónde se almacenarían considerando que el volumen y la capacidad cerebrales son limitados? ¿Se producen, quizá, los mediadores neurofisicoquímicos de manera específica para cada evento cerebromental y luego desaparecen ―mediadores y/o eventos― en su totalidad o en parte para no ocupar espacio? Aunque de acontecer así, ¿cómo dilucidar que se pueda brincar de un deseo a otro, de un pensamiento a otro, inmediatamente, en milésimas de segundo? (Repárese en que me estoy refiriendo a fenómenos intrincados, no a meros movimientos de iones a través de las membranas celulares de las neuronas que desencadenan potenciales de acción que sí se desplazan a esas velocidades y son los responsables de la propagación del impulso nervioso).

¿Poseemos acaso un «pool», en parte heredado, en parte adquirido, de conceptos, deseos, sensaciones, creencias, intenciones y pensamientos en nuestro cerebro cuyo contenido «simplemente» hacemos aflorar en el momento adecuado?

Vemos que además de bioelectroquímico, el problema es de índole dinámica y espacio-temporal, y que se desarrolla en un nivel molecular o incluso atómico.

He aquí mi propuesta explicativa, reflexiva:

En realidad, las sensaciones, los deseos, las creencias, los conceptos y otros estados cerebromentales no son tan numerosos como parece. Aun contemplando los presentes en todas las culturas, es concebible que el encéfalo humano, compuesto por unos cien mil millones de neuronas, pueda almacenarlos sin excepción y ponerlos a disposición de la conciencia con un sencillo «clic neuronal».

En cuanto a los pensamientos, dado que su número pudiera ser ilimitado (aunque lo más probable es que no lo sea si aceptamos la tesis según la cual nuestro pensamiento se implementa por medio del lenguaje; sin obviar que la existencia y la experiencia vital humanas son finitas, tal y como ya lo recogió hace más de dos mil años el autor del Eclesiastés: «Nihil novum sub sole», no hay nada nuevo bajo el sol), resuelvo que no existe un almacén con todos los pensamientos posibles disponible para extraer de él el ajustado a cada ocasión.

En su lugar planteo dos posibilidades que pudieran no ser excluyentes:

1.- Podría haber un «core», un núcleo molecular esencial común a todos los pensamientos. Lo que los haría diferentes serían determinados elementos químicos que se añadirían específicamente a ese núcleo. Este modelo permite una mayor rapidez en la génesis de contenidos. Además, para no ocupar excesivo espacio, dichos elementos químicos se sustituirían unos por otros y con ellos las representaciones que contuvieran.

2.- La diferencia entre pensamientos podría no derivar de una distinta composición química de las moléculas que los sustentan, sino de una variación en su conformación tridimensional. También podría deberse a cambios en el estado interno de un átomo o de un grupo de átomos. Al igual que en el modelo anterior, de esta forma se potenciaría la velocidad de generación de estos productos cerebrales y disminuiría el espacio ocupado.

Las interrogantes se acrecientan al investigar de qué modo se configura un pensamiento (u otro contenido cerebromental) sobre otro pensamiento, en una cadena prácticamente interminable: hace siete días tuve la idea X, dos días después la retomé y le añadí la idea Y, hoy la perfeccioné con la idea Z… Tal vez suceda lo que acontece con la memoria inmunológica: el pensamiento inicial no desvanecido permanece activado y favorece el anclaje de pensamientos ulteriores. Todos ellos, posiblemente, ubicados en la misma estructura molecular.

El problema de la conciencia

Sin embargo, la dificultad mayor reside en descubrir el mecanismo por el cual los contenidos cerebromentales se muestran ante la conciencia. Porque las concentraciones de iones, los potenciales de acción, los impulsos eléctricos, los neurotransmisores o cualesquiera otros agregados de átomos de mayor o menor complejidad no constituyen el objeto de nuestra conciencia: lo que se nos presenta ante ella no son conformaciones moleculares o estados atómicos, ni hipertermias o hiperemias cerebrales. Tampoco sus representaciones en imágenes obtenidas por tomografía de emisión de positrones o a través de resonancia magnética y electroencefalografía funcionales. ¡No, señores, no!, lo que nuestra conciencia nos pone de manifiesto son contenidos intelectualmente aprehensibles.

Por lo tanto, tiene que haber necesariamente un transductor de esos estados biofísicos y bioquímicos que los haga perceptibles e inteligibles. En esta fase es en la que entraría en juego el lenguaje, que sería de dos tipos:

1.- Un lenguaje innato, específico del pensamiento, hipotetizado por varios autores. Sería una especie de lenguaje privado, válido tan solo para nosotros. En el actual grado evolutivo de nuestro encéfalo, por lo general no es perceptible y nunca es en sí mismo inteligible. Su función es actuar como intermediario. Por eso, para que sea efectivo tiene que producirse alguna clase de transcripción que posibilite transferir la información al segundo tipo de lenguaje:

2.- El lenguaje adquirido en la cultura a la que pertenecemos. Es el que finalmente hace perceptibles y comprensibles los estados cerebromentales.

Puede suceder, y sucede, que en ocasiones tenemos la idea, la imagen, la representación, mas no las palabras necesarias para expresarla y hacerla inteligible. Se debe a que en el principio no fue el verbo, como se nos dice en el Evangelio según san Juan; fue el pensamiento, la capacidad de ideación, aunque todavía no se pudiera manifestar. Hasta que evolutivamente adquirimos el habla, el lenguaje. Pero este no abarca todo lo que nos es factible pensar.

Resulta evidente que la complicación es descomunal, quizás irresoluble en miles de años; o nunca. No obstante, una cuestión está clara: todo ocurre en un sustrato material que es el cerebro humano; no hay magia de ninguna clase.

¡Para nuestra desdicha!

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