Opinión

¡Usted es el asesino!

¡Sí, usted puede ser un asesino! Y yo. Y la vecina de enfrente. ¡Qué nadie lo dude!; es importante.

Hago esta reflexión con respecto a la muerte violenta de la joven profesora Laura Luelmo. Ante este trágico y deplorable suceso (especialmente doloroso para quienes de jóvenes -comenzando con ilusión y el orgullo de nuestros padres, gracias a cuyo esfuerzo pudimos estudiar, nuestra vida profesional- hicimos sustituciones en pequeños pueblos y recordamos cuán inocentes e ingenuos éramos frente a los lugareños) se están proponiendo diferentes medidas contra el “machismo asesino”, como si en la historia de la evolución humana, y en todas las sociedades conocidas, los hombres -y las mujeres- nunca hubieran matado a sus congéneres; sobre todo a los de su mismo sexo: por término medio, en el presente siglo y en los países desarrollados, se producen cada año siete veces más homicidios de hombres -causados por hombres- que de mujeres; y por motivos más triviales.

Una de esas hipotéticas medidas correctoras sería la educación, obviando que asesinos y asesinas de toda índole, extracción social y formación ha habido -y habrá- desde que el ser humano está sobre la faz de la tierra, lo cual se explica, paradójicamente, por nuestra naturaleza racional, y también por la pasional.

Fue en la Ilustración, con Rousseau y su Emilio a la cabeza, cuando la fe en la educación sustituyó a la fe religiosa como método para perfeccionar a los individuos y posibilitar el surgimiento de un Hombre nuevo libre de ignorancia y, en consecuencia, más justo y mejor ciudadano. La Revolución Francesa, las guerras napoleónicas y las dos guerras mundiales del siglo XX son prueba suficiente de que los resultados no fueron los esperados. A lo largo de la historia de la humanidad los grandes criminales poseyeron los primeros y los últimos conocimientos, sin ignorar apenas nada, lo cual no los hizo mejores personas.

Otra propuesta para evitar esta clase de crímenes es informar a la población cuando algún delincuente de elevada peligrosidad sea excarcelado, así como advertir de su lugar de residencia; precaución adoptada hace ya tiempo en algunos estados de los Estados Unidos. Sin pasar por alto que supondría una violación del derecho constitucional de todo ciudadano a rehabilitarse y reincorporarse a la sociedad, además de emular a los denigrantes sambenitos inquisitoriales medievales, sería un grave error.

Similar al cometido cuando apareció el sida en la década de 1980. En esos años las autoridades decidieron que la mejor manera de evitar contagios entre el personal sanitario era identificar a los pacientes infectados. Por ejemplo, para la realización de pruebas sanguíneas se marcaban los tubos de muestra de los seropositivos con un tapón de un determinado color. Hasta que cayeron en la cuenta de que esta solución generaba una falsa seguridad puesto que los trabajadores daban por inocuas las muestras no señalizadas, cuando no tenía por qué ser así. Entonces, se optó por considerar como potencialmente infectados a todos los pacientes y se implementó la protección universal actual.

Con los delitos hemos de comportarnos del mismo modo. No debemos pensar que quien ya fue condenado es el único que nos puede dañar; sino que hemos de saber que cualquier persona (incluidos nosotros mismos) es un delincuente y un homicida en potencia. Que pase de la potencia al acto no depende tanto de sus antecedentes penales como de la combinación de una serie de factores y circunstancias individuales y sociales -y hasta políticas-, puntuales y/o estructurales, imposibles de prever. Y la mayoría de las veces también difíciles de comprender.

Por eso es fundamental que los ciudadanos no deleguen su protección personal en el Estado, ni confíen en ninguna ideología salvadora supuestamente capaz de cambiar a los hombres -y erradicar de esta forma el mal existente en el mundo- si se modifican las leyes acorde a su doctrina, y si obtiene la financiación que considere necesaria para ello. Como nos enseña Hobbes en Leviatán: “Al instituir un Estado, cada hombre (y cada mujer) renuncia a su derecho de defender a otro, pero no al de defenderse a sí mismo”. 

Y es que al muerto nada le importa, ni nada le aporta, que la policía detenga y el juez encarcele -o incluso ordene ejecutar- a su asesino.

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