Opinión

Hombres que se avergüenzan de cocinar

En las familias españolas los hombres en general no solían cocinar, pero en esto hay matices. En algunos pueblos, como el vasco, por ejemplo, el interés de los varones por la cocina, parece haber sido un punto más elevado que en el gallego. No quiere decir esto, claro está, que cocinasen corrientemente, pero sí al menos en ciertas ocasiones señaladas e incluso en peñas gastronómicas, de exclusivo encuadramiento masculino. En Galicia, los hombres se han sentido siempre muy atraídos por los placeres de la mesa, pero no se han interesado nunca, en cambio, por ocuparse directamente de los menesteres culinarios. Nada tiene de extraño, por lo tanto, que no existiese en Galicia una tradición vigorosa de sociedades gastronómicas. Una estudiosa de la cocina gallega, Carmen Parada, comentaba significativamente que: “Al hombre gallego no le gusta mucho cocinar”, y consideraba que esto es lo que explica que no haya habido en Galicia muchas peñas gastronómicas.

Los hombres no solían cultivar las artes culinarias en los hogares por una cuestión de género, que determinaba el reparto de tareas. Cocinar no era, o cuando menos no parecía, una labor propia de hombres. Si por cualquier circunstancia lo tenían que hacer, se sentían mal, humillados, avergonzados, y procuraban que nadie se enterara de su desafuero. Los que no tenían esposa, por viudedad o por disfrutar de soltería independiente, procuraban disponer de una criada que les cocinara.

Emilia Pardo Bazán, en uno de sus Cuentos de Marineda, refiere el ilustrativo caso de un doctoral coruñés que vivía atendido por su ama. Pero esta no siempre cumplía con sus obligaciones domésticas, en particular en la cocina. “El caso es que, cuando al ama le daba muy fuerte la ventolera, tampoco arrimaba al fuego la olla, y algún día el canónigo, con sus manos que consagraban la Hostia sacrosanta, se dedicó a la humillante operación de mondar patatas o picar las berzas para el caldo”.

Muchos jóvenes que se vieron obligados a cocinar, pelar patatas, fregar la loza, etc. en los campamentos y cuarteles, cuando les tocó hacer el servicio militar, vivieron la experiencia con sensación de humillación y vergüenza. Manuel García Barros ofrece un testimonio de esto en sus memorias: “Yo no era ningún señorito, claro está, pero aquello de que me pusieran a pelar patatas lo tomé cómo una injuria”.

En la literatura gallega testimonial sobresale Lesta Meis, quien en su obra Estebo, relata el enfado -en realidad, auténtica indignación- del emigrante protagonista cuando el propietario de una fonda en La Habana le proponer encargase de lavar los platos con la posibilidad de llegar incluso a ser cocinero. Pero la reacción de Estebo fue contundente. Bufaba: -“¡Mandarle lavar platos! ¿Es que piensa que soy un marica?”

Ahora bien, las afirmaciones categóricas suelen ser reduccionistas por lo que, a la postre, dan cuenta inexacta de la compleja realidad social. Conviene, pues, tomar en consideración ciertos matices. Hay constancia de que en el rural lucense -y muy probablemente también en el ourensano- es cierto que eran las mujeres las que trasegaban con sartenes y ollas, y también eran ellas las encargadas de hacer las empanadas. Empero, había algunos hombres que amasaban y cocían el pan quincenalmente, sin sentir vergüenza. Y hay constancia de que algún que otro varón también horneaba.

Los gallegos solo se determinaron a cocinar cuándo faenaban en barcos mercantes o de pesca, sobre todo en caladeros lejanos, que no permitían que la embarcación regresara al puerto en el mismo día. Y también en el servicio militar y, sobre todo, cuando emigraron ellos solos a otros países, y no tenían una mujer que cocinara para ellos (hasta que conseguían engatusar a una, y se acababa su problema).

Una excepción, propia de una época relativamente reciente viene dada por la afición de los hombres a implicarse en la preparación de los asados: ya sea al espeto, característicos de las fiestas parroquiales, las churrascadas, que trajeron los indianos de la Argentina, o bien sea en las barbacoas urbanas de fin de semana. Ahora bien, se trata de una actividad ante todo festiva y de carácter primordialmente esporádico. Por lo demás, no se llevan a cabo en la reclusión de las cocinas, sino al aire libre. Parrilladas y espetos eran procedimientos que permitían a los hombres asumir mayor protagonismo e importancia en determinados eventos y en muy concretas ocasiones. Y, cuando finalizan, no son precisamente los varones quien recogen y friegan. Queda esto en evidencia en las investigaciones de los antropólogos gallegos y en la historia oral. En la fiesta de la Ulfe eran los hombres quienes preparaban el cabrito al espeto, aunque de despojarlo del pellejo y del adobo se ocupaban las mujeres. Y, por supuesto, que eran ellas las que fregaban todo después.

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