Opinión

Malingre y las cocinas bilbaínas

La producción siderúrgica ha gozado de gran tradición en Galicia, como lo ponen de manifiesto los numerosos talleres o “ferreirías” protoindustriales, y la fábrica de Sargadelos. Pero no fue sino a finales del siglo XIX cuando cobraron notable auge las industrias del sector, merced a la construcción de las vías del ferrocarril y la fabricación de cocinas de hierro y potes. Se las denominaba bilbaínas por la importancia que revistió Vizcaya en el conjunto España en la fabricación de esta clase de cocinas. Pero muchas de las que se instalaron en Galicia fueron fabricadas en la propia región, destacando la fundición Malingre, afincada en Ourense. Es muy probable que Manuel Malingre haya copiado de Vizcaya el modelo de las cocinas de hierro.

El nuevo tipo de cocina representó un avance significativo. Para empezar, resultaba más fácil prender el fuego que en la de llar. El margen de maniobra de las cocineras se dispara. El nuevo instrumento culinario permitía regular correctamente la potencia calórica que aporta el fuego. Tenían para ello a su disposición varios recursos: introducir escasa leña en la caldera, para ir añadiendo poco a poco más, cuando se deseara obtener mayor poder calorífico; jugar con los aros concéntricos de hierro, retirando alguno de ellos para obtener un fuego más directo. Y, finalmente, utilizar el regulador de tiraje, un mecanismo que gradúa la cantidad de aire que se introduce en la cocina para aumentar o disminuir la combustión.

Existía aún otra ventaja que ponderaban mucho las cocineras. Las bilbaínas disponían de una plancha de hierro que permitía mantener caliente la comida en el puchero -el caldo, sobre todo- durante bastante tiempo.

Pero esto no era todo. Normalmente, las bilbaínas tenían dos hornillos, y las más completas tres. Se podían poner a hervir varias potas al mismo tiempo. También era factible cocer en uno de los hornillos y freír en otro. Existía aún otra ventaja que ponderaban mucho las cocineras. Las bilbaínas disponían de una plancha de hierro que permitía mantener caliente la comida en el puchero -el caldo, sobre todo- durante bastante tiempo. Esto resultaba especialmente útil cuando los miembros de la familia no comían todos a la vez, sino según iban llegando intermitentemente de trabajar en el campo, cosa que era muy habitual dada la dispersión de las leiras inherente al minifundismo del país. En este aspecto superaban a las cocinas de gas butano, que al apagar la llama se enfriaba todo. Pedro Trepat tuvo conocimiento de algo interesante, a través de una persona muy cercana: esta mujer había visto en Melide trabajar a su tía en una bilbaína grande, dotada de varios fogones, lo que le permitía mover las diferentes ollas de un fogón a otro para aprovechar las diferencias de temperatura entre unos y otros.

Las buenas tenían un depósito que permitía disponer de agua caliente. Este no era un asunto baladí para el ama de casa o la cocinera: “Enciendes la caldera para cocinar y calentar la casa y puedes tener agua caliente en cualquier momento”. A la postre, esta agua se mantenía templada durante mucho tiempo, lo que resultaba de gran utilidad para diferentes usos, no solo culinarios, obviamente.

En las cocinas de hierro era posible hacer dulces o empanadas, en el horno que tenían incorporado. Esto en las lareiras no resultaba posible: había que utilizar el horno de cocer el pan y daba mucho más trabajo. Es más: con la bilbaína se hacía la comida y los dulces de repostería a la vez, con la misma cantidad de combustible y sin tener que dedicar a la labor más tiempo.

Cuando estaba emplazada en el medio de la estancia todos se situaban alrededor; las niñas disputaban entre ellas para ver quien conseguía sentarse cerca del tiro, donde el calor era más intenso

La cocina de hierro calentaba verdaderamente mucho. Irradiaban un agradable colorcito en invierno que hacía que toda la familia se congregara a su vera. Cuando estaba emplazada en el medio de la estancia todos se situaban alrededor; las niñas disputaban entre ellas para ver quien conseguía sentarse cerca del tiro, donde el calor era más intenso; pero después no soportaban tantos grados, declaraba una informante.

Todo era estupendo excepto una cosa: la limpieza de la cocina resultaba una tarea ardua y pesada: había que frotarla mucho “con arenisca fina, de color ocre, que se llamaba pedramol.

Desde luego, la calefacción que aportaba la cocina de hierro era muy de agradecer en los gélidos inviernos. ¿Pero qué pasaba en verano, cuando apretaba el calor? Pues no quedaba otro remedio que encenderla si se quería comer. ¡Y a asarse de calor! Sobre todo el ama de casa, que los demás huían de ella como del demonio hasta que se les llamaba para comer. No es nada extraño que acabaran triunfando las cocinas de gas y las eléctricas. Claro que, en muchas ocasiones, coexistieron ambas tecnologías, puesto que cada una ofrecía diferentes ventajas.

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