Opinión

Navidades con castañas

Bajo las luces que alegran el tiempo de Nadal en Ourense cabe imaginar que no hace mucho todavía era posible percibir la estampa dickensiana de las castañeras enbufandadas vendiendo castañas en las calles alfombradas de blanco, en aquellos años en que el aire se poblaba de blandos copos de nieve. ¡Año de nieves, año de bienes!

Pocas cosas creaban más ambiente navideño en las casas ourensanas que el aroma de las castañas asadas en la lumbre. Todavía hace escasos lustros, las castañas marcaban la Navidad en las casas de muchas de nuestras abuelas, y cuando estallaban en la lareira aquello parecía una fiesta. Una informante declaraba que, de pequeña, en estas festividades disfrutaba con mucha ilusión de zapatos nuevos, que debían durarle todo el invierno. Su madre había podido comprárselos en otoño para que comenzara en la escuela con los pies bien cubiertos. Esto era posible gracias a que había llegado a su aldea la castañera, que vendía castañas asadas en la ciudad con el clásico trenecillo, y que las pagaba bastante bien. Aquella niña recibía así una estimulante recompensa inmediata que la animaba a aplicarse en el aprendizaje escolar. Además, el bendito fruto otoñal les permitía celebrar el alegre ritual del magosto, en el que se lo pasaba la mar de bien jugando con otros críos, la mayoría con la cara tiznada. Pero no todo era positivo en su remembranza; y es que no pudo evitar que un episodio sombrío irrumpiera en su mente: cuando tenía siete años, un día vomitó en la escuela y oyó a la maestra vociferar: ¡Pobres, desayunan castañas! La niña se sintió apesadumbrada y más enferma aún. Este testimonio ilustra la valoración que hasta que hace pocos años afectó negativamente a la castaña -digamos que hasta el momento en que descubrimos el marrón glacé, como exquisitez repostera, y el puré de castañas como guarnición gourmet- considerada por las gentes urbanas y benmantidas, como alimento de pobres; un producto pesado de digerir y que produce flatulencia. Ahora bien, los campesinos solían estimarla de otra manera, mucho mejor.

Xosé Fortes apunta que la castaña, antes de la llegada de la patata, era un producto estrella y entraba a formar parte de todas las comidas aldeanas. “La comida era a base de castañas, que se conservaban en la ouriceira”. Las castañas desempeñaron fundamentalmente un papel que más tarde asumieron las patatas, pero es menos conocido que en realidad sustituyeron también de alguna manera al pan, en las comarcas en las que escaseaba el cereal: como aconteció de hecho en las parroquias meridionales de Lugo y en algunas zonas de Ourense. En las comarcas en las que los viñedos eran abundantes, los castaños poblaban las montañas a partir de las cotas en que no prosperaba dicho cultivo. Los soutos resultaban indispensables para el mantenimiento de las viñas, puesto que las ramas de los castaños aportaban la madera que se necesitaba para disponer de estacas y confeccionar las parras. Además, de ellos se obtenían duelas para las barricas, vigas para las bodegas, mesas para apoyar los jarros y las cuncas, y además leña para el calentamiento exterior de los cuerpos, puesto que con el vino la calefacción interna quedaba cumplidamente asegurada.

Con tantos beneficios se podría pensar -no sin candidez- que el mundo campesino cuidaba y respetaba mucho los bosques. Pues va a ser que no. No hay más que ver el tremendo retroceso que experimentaron lo soutos, que antaño ocupaban una enorme superficie del país. La cosa ha ido a peor. En muchas zonas de monte es posible observar hoy día las terrazas en que antiguamente se cultivaban castaños o viñedos y que hoy permanecen ocultas por los eucaliptos. Hacia mediados del siglo XIX, una memoria gastronómica indicaba que antaño, los labradores “menos ávidos de rápidas ganancias cuidaban de dejar á sus hijos el árbol protector de la familia”. Pero la codicia o, en el mejor de los casos, la comprensible búsqueda de una mayor rentabilidad forestal determinaron la preferencia por las especies de crecimiento rápido, el pino y el eucalipto. Formaban legión entre los millares de propietarios de montes (un sector con un elevado grado de minifundio: dos de cada tres gallegos poseen tierras en las serranías) y eran asimismo numerosos entre los llevadores de montes comunales, quienes se frotaban las manos calculando que con una plantación de eucaliptos en quince años obtendrían un beneficio muy sustancioso. Los castaños crecían con demasiada lentitud y había prisa.

La sensibilidad de la gente no siempre ha sido especialmente plausible en relación con la conservación del patrimonio forestal autóctono. Los castaños fueron cortados con excesiva ligereza, sin pensárselo mucho. La mentalidad arboricida ha sido un aspecto de la idiosincrasia popular por estos pagos. Bien es verdad que algunos sectores ilustrados de las élites se esforzaron -a través de la fiesta del árbol, por ejemplo- en inculcar en la sociedad un eficiente amor por la foresta propia. Hubo autores, de hecho, que abogaron firmemente en favor de los castaños. Podemos citar al respecto un testimonio perteneciente a Antonio de Valenzuela Ozores, autor de una “Memoria agronómica”, en 1865. Tristemente, prédicas bienintencionadas como esta, han tenido escasa utilidad frente al argumento de la productividad inmediata. A ver si al acercarse el año nuevo, propicio a las promesas de cambio, somos muchos quienes hacemos votos para que las tierras de Ourense se pueblen de nuevo de nobles castaños. ¡Nosotros mismos hemos de sacar las castañas del fuego!

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