Opinión

Peregrinación y gastronomía de la teología

Según muchos creen, uno de los Caminos de Santiago más exultantes no es otro que el de la Vía de la Plata o Camino Mozárabe, que conecta Santiago de Compostela con el sur de Península Ibérica, que arranca tradicionalmente desde Sevilla. Transita después por La Granja de la Moreruela (Zamora) para adentrase en Galicia por A Gudiña. Se bifurca más tarde en dos sendas: un itinerario por Laza y otro por Verín, que luego convergen en Ourense. Aquí llega el peregrino por Seixalbo, que conserva todavía ciertos rasgos etnográficos del medievo. Sus pasos le conducen después por la avenida de Zamora y la calle del Progreso hasta As Burgas donde procede a sus abluciones, visita de rigor para el que viaja con avíos jacobeos desde la Edad Media. Limpio ya de cuerpo, siente que su espíritu se expande en la Plaza Mayor, al tiempo que avista la Catedral románica (en un estilo de transición) de San Martiño. Pero antes de penetrar en el templo, muchos recobraban fuerzas con una buena empanada, alegraban el ánimo en la calle de los vinos, y siendo los peregrinos gentes de penitencia, se adentrarían por fin en la penumbra de la Catedral para hacerse perdonar sus excesos báquicos impetrando el perdón de sus pecados con devotos rezos salmodiados en la capilla del Santo Cristo. Tras extasiarse ante el policromado Pórtico del Paraíso, tendrían que inquirir a quien encontraran a su paso por dónde tenían que coger para dar con el Puente medieval por el que cruzar el Miño, para dirigirse hacia Cea, Oseira y Lalín, que eran los hitos principales del susodicho Camino.

No estará de más precisar que la jacobea solía ser una comida de mercado y plaza. Cuando los peregrinos no podían beneficiarse de la caritativa gallofa monástica, practicaban un tipo de alimentación de mercado: tenían que adquirir en las tablajerías, pescaderías, tahonas y otros puestos de los mercados que encontraba a su paso, en las poblaciones del camino (como Ourense, con buen mercado medieval, como ha documentado López Carreira), los alimentos que hacían preparar en los mesones y posadas, cuando no los cocinaban ellos mismos (o bien sus criados, si eran próceres) puesto que conviene advertir que antiguamente estos establecimientos no solían ofrecer servicio de restauración. Los restaurantes no hicieron su aparición antes del siglo XIX.

Los motivos que han inducido a los modernos peregrinos a emprender la aventura del camino son variopintos (espirituales, crisis personal, turismo, etc.) Pero la vivencia tradicional del Camino es ante todo una historia de culpa y perdón. En la definición del concepto de la cocina jacobea es menester destacar la impronta religiosa y penitencial, o bien espiritual en un sentido amplio (en las últimas décadas son numerosos los peregrinos que procuran una experiencia interior de tipo espiritual, más o menos difusa), puesto que tal es la motivación que ha inducido a decenas de miles de personas a emprender la aventura espiritual del Camino. 

El criterio primordial que conviene tomar en consideración es la mentalidad religiosa que ha llevado aparejada una determinada dietética o, dicho de otro modo, la gastronomía de la teología. Constituye un hecho demostrado que la carne –considerada como exaltadora de las pasiones que son fuente de pecado- ha tenido un escaso papel en las cocinas monásticas en las que se elaboraban los yantares de los peregrinos. Las reglas por las que se regían las órdenes religiosas que regentaban los establecimientos de acogida a los peregrinos –primordialmente, cluniacenses y cistercienses– restringían notablemente el consumo de proteínas cárnicas. A ello se sumaba el espíritu penitencial y sacrificial de los propios peregrinos, que trataban de obtener el perdón para sus culpas mediante la práctica de la austeridad, la sobriedad y la ingesta de alimentos que se consideraban benéficos para sus almas. Convenía más a su empresa conducirse con un espíritu más vegetariano que carnívoro, ingerir más pistos que viandas, más guisos de bacalao que de gallina, y menos caldo con unto y tocino que sopas de ajos o de nabos.

Alegrías para el paladar del peregrino, pocas. Los caminantes podrían con suerte echarse al coleto un buen plato de pisto o, si era invierno, de lamprea a la bordelesa. El queso figura entre los alimentos apropiados para los caminantes por hacer buena hermandad en el morral con el pan de centeno o de mijo –rara vez de trigo-, y el compango de fiambres, en alegre convivencia con la calabaza de vino. ¡Y Santas Pascuas!

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