Opinión

Valle-Inclán: “Yo, con estas barbas no puedo”

No solemos valorar la fortuna que tenemos disponiendo de nuestras modernas cocinas, tan funcionales, cuyo diseño y concepto procede de la Bauhaus alemana, de Gropius. Muy otra fue la suerte de nuestros abuelos.

El historiador Pegerto Saavedra señala que la familia campesina se definía por el trabajo mancomunado, dirigido jerárquicamente por el jefe de la casa, encaminado a la gestión de la explotación económica de la que obtenían los frutos que compartían luego quienes habitaban bajo un mismo techo. Se calentaban con el mismo fuego que ardía en el llar, y comían del mismo pote, pero no idénticas raciones.

La cocina era la pieza central de la casa labradora. Tenía el suelo de tierra y solía ser amplia y estar muy ahumada, de manera que al entrar en ella había que afrontar “las iras de un humo denso, que pugna por salir por los resquicios de un tejado mal unido”. (Picadillo). Podemos imaginarnos el daño que esto representaba para los pulmones y los ojos de aquellas personas, además del olor a humo que desprendían sus ropas. Y es que, a finales del siglo XIX, los hogares campesinos carecían de chimenea -y la mayoría siguió así, durante mucho tiempo-, en contraste con las casas de las familias acomodadas, de los pazos y de los monasterios, que sí disponían de una campana (cambota) encargada de guiar los humos y el vapor hacia afuera a través de la chimenea. Los paisanos resolvían la cuestión practicando un simple tragaluz en la techumbre, generalmente de tejavana, corriendo una teja hacia un lado. Por allí escapaba la humareda, o al menos una parte de ella, en tanto que la restante buscaba salida por entre las tejas. De ahí que Curros Enríquez se refiriera en un poema a aquellos rústicos “tejados que humean”. Por esa oquedad penetraba la muy escasa la luz natural que tenían las cocinas de entonces, además de la que se adentraba por una ventana baja, más bien de reducidas dimensiones, abierta sobre el vertedero de granito. Como apunta García Barros, la escasa iluminación tenía una discutible ventaja: disimular el poco aseo de unas viviendas campesinas, en las que no era mucho lo que podían hacer al respecto las amas de casa, teniendo el suelo de tierra. No era, en cualquier caso, tampoco mucho el tiempo de que disponía la mujer campesina para tales labores, al tener que atender múltiples quehaceres.

    Algunas lareiras eran más bien alteiras, como la de la casa de la informante Pilar que le construyó su marido, albañil de profesión. Pero no era lo más habitual. Pocas “estaban a la altura”. Como explicaba una mujer mayor, al ser entrevistada: “La lareira puesta en el suelo poco más era que el piso donde estaba”. Muchas de aquellas cocineras sufrirían sin duda de la espalda, al tener que agacharse tanto para preparar el condumio, y eso no era todo: a ello se sumaba, para su esforzada columna vertebral, el trasiego de agua en sellas que portaban sobre sus cabezas. De todos modos, algo mejoraba su suerte cuando podían sentarse en un escano situado al pie de la lareira. Mejor suerte, en cualquier caso, tenían las maritornes que trajinaban en las cocinas pertenecientes a las familias acomodadas, los pazos y monasterios, ya que sus llares solían tener una aceptable elevación que se conseguía por medio de un zócalo de piedra. Esto facilitaba en gran medida, además, las tareas culinarias.

Las cocinas de hierro, o bilbaínas, supusieron una mejora importante, cuando se difundieron en la segunda mitad del siglo XIX. El propio Valle-Inclán, y cabe suponer que sobre todo su mujer, urgido por ella, llegó a sentir el impulso modernizador en el campo de la tecnología culinaria. En efecto, Don Ramón declaraba en una carta lo siguiente: “Voy a instalar una cocina de hierro que estoy esperando de Vigo”, donde la había encargado. La quería para su casa de la Merced, que solo disponía lareira y estaba situada en una finca a las afueras de A Pobra do Caramiñal. Había alquilado esta propiedad con la pretensión de compaginar la explotación agrícola con la creación literaria. Pero enseguida pudo comprobar que esto no resultaba nada fácil, como sabe cualquiera que tenga una leira o un jardín en la costa gallega; solo mantenerla limpia de zarzas y maleza, que crecen y proliferan inconteniblemente, con un impulso cuasi tropical, ya representaba para él -y para cualquiera- un trabajo hercúleo: “la finca -decía- es un dolor, no hay modo de limpiarla de zarzas, retamas, tojos y helechos. Era necesario un casero, porque yo con estas barbas no puedo”.

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