Opinión

Arde Meirás

Las dictaduras son corruptas por naturaleza. El franquismo lo fue. Con desmedido furor al inicio y con absoluta hipocresía legal desde el segundo tercio. En los años setenta, cuando Francis Franco empezaba a campar por el mundo de los negocios infalibles, se le atribuía que España era el cortijo de su abuelo, donde él cazaba, montaba fiestas e, incluso, no tardó en dedicarse a producir cine erótico, nada más cerrar la pestaña el patrón de la estirpe. Sin la corrupción como moneda de uso común la fortuna de los Franco nunca habría sido posible y, sin la anuencia de la restaurada monarquía y el temor al ruido de los sables en la transición, su prepotencia no habría perdurado hasta nuestros días.

De aquel cortijo, el Pazo de Meirás es todo un símbolo, además de botín de guerra. Prácticamente fue arrebatado a la familia de Emilia Pardo Bazán con las triquiñuelas que conocemos. En cuanto tuvieron la llave en el bolsillo lo cerraron a cal y canto para las miradas ajenas al régimen. Hasta el extremo de impedir que María de las Nieves, la única hija que sobrevivió a la condesa más allá de 1939, pudiera entrar para llevarse los objetos de valor, recuerdos y enseres queridos. Entre ellos la gran biblioteca que se supone saqueada, lo cual ya ni siquiera podrá certificarse con el inventario que estos días se realiza antes de la devolución al Estado de la propiedad y sus contenidos.

Si algún humorista hubiera publicado que “por san Martiño, Meirás caerá”, habría dado en la diana. Pero ni con ironía valoraremos que el 11 de noviembre haya sido el fin de “la fiesta del cerdo” en esta parte del cortijo, al ver entrar a justicias y especialistas en la casa noble de la precursora del feminismo, mancillada por la misoginia que también acompaña a toda dictadura. La medida preventiva de inventariarlo todo ha llegado a tiempo cuando, dicen, una flota de camiones se disponía a trasladar cuanto alberga el pazo ante la imposibilidad de ser vendido o vuelto a quemar.

Sí, porque los incendios “fortuitos” en las propiedades de los Franco han sido episodios recurrentes. Al filo de la noche del 23 de febrero de 1978, si el guardián de la finca no se hubiera asomado a la ventana de su vivienda y descubierto por casualidad el resplandor de las llamas, Meirás se habría convertido en el cobro de una importante póliza de seguros, sin importarles el valor histórico de lo quemado. Por fortuna solo pasaron a ser cenizas las dependencias privadas de la familia del dictador, el salón de los consejos de ministros y poco más. Aunque también sucumbieron documentos del régimen y las pintamonas con las que el generalísimo llenaba sus horas de tedio.

Como aconteció con el incendio de otro símbolo del botín, la finca de El Canto del Pico, el silencio sepultó las investigaciones, si es que se hicieron. Estos sucesos dan una idea de la escasa cultura y solo el gran apego de la familia a la riqueza acumulada por los abuelos, especialmente gracias a la rapiña de joyas y arte por parte de Carmen Polo. Y sorprende que Meirás haya podido seguir siendo un cofre del tesoro por ellos considerado seguro y eterno. Eso lo sabremos cuando el inventario esté concluido y veamos con qué se quedan del expolio y qué revierte al Estado, porque ahí también están incluidas las famosas esculturas de Abraham e Isaac del Maestro Mateo. Igual estamos ante el final de esa reclamación de Santiago de Compostela sin más trámites. 

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