Opinión

El arte del pucherazo

Por las bibliotecas anda cobijado un libro titulado “Arte de robar” publicado en 1844 por Pedro Felipe Monlau bajo el seudónimo de Dimas Camándula. De él se desprende que robar es un arte pero que no todos los ladrones son artistas. Haciendo un símil, mil veces he dicho que mentir es un arte pero que no todos los mentirosos pasarán a la historia. En las elecciones pasadas han florecido una rama de la mentira y otra del ladroneo entrelazadas para evocar el arte del pucherazo. Hacía tiempo que semejante nombre masculino referido a España no circulaba ni en los corrillos de sabios –léase tertulianos- ni en los titulares de prensa. La cosa empezó en Melilla, continuó por Mojácar y el PP y Vox, acusando al PSOE, lo hicieron circular por barrios y tabernas sembrando sospechas, trumpistas e infundadas, aquí y allá, por si perdían la elecciones. Al final se supo de la existencia de más implicados conservadores que progresistas en los enredos de posibles compras de votos por correo. Los partidos acusadores guardaron silencio. De semejante empanada debemos deducir que los implicados en los infundados pucherazos son simples trapicheros y carecen de habilidades artísticas.

Si alguien narró con maestría la crónica de un pucherazo fue Emilia Pardo Bazán en “Los pazos de Ulloa”. Retrató fielmente aquel sistema de robar votos ejecutado con ingenio y solvencia e implantado a mediados del siglo XIX. El arte consistía en utilizar dos pucheros de barro cocido idénticos, propios de la cocina rural. Uno se colocaba en el colegio electoral dónde la ciudadanía depositaba las papeletas. El otro se llenaba con los votos necesarios para beneficiar al cacique de turno. En el camino de la sala de votaciones al juzgado se daba el cambiazo. Tan popular se hizo la trampa que la Real Academia Española acabó recogiendo el concepto en su diccionario de la lengua. No como artístico, pero sí como fraude electoral.

Sustituido el puchero por la urna y el recuento en el propio colegio la estratagema cambió. Así en Galicia, desde los tiempos de Fraga, estamos acostumbrados a ver cómo autobuses recorren las aldeas recolectando mayores a quienes se les proporcionan sobres cerrados con la papeleta del candidato de turno. Se denomina carreteo, pero aún no está definido en ningún diccionario como acción fraudulenta. En unas municipales de Santiago se hizo famosa aquella frase difundida por las emisoras de radio en la que una simpatizante popular le decía al candidato popular: don Dositeo los ancianitos, las monjas y los deficientes ya tienen su voto preparado, puede usted estar tranquilo. Falta de visión artística, naturalmente. Resulta más sutil el trabajo de apoderados e interventores de algunos partidos en las mesas de votación. Con una habilidad de contables egipcios controlan a cada votante y así que llega la tarde, armados de teléfonos, van llamando uno a uno a cuantos le faltan en su censo ideológico. 

Atrás en el tiempo quedan las elecciones de 2005, perdidas por Fraga, cuando Feijóo puso en duda la limpieza del voto de la emigración pidiendo custodiar por la policía las sacas de Correos. Entidad que él mismo había presidido. Y también lejos quedan otras muchas sementeras en las que el ladrón siempre considera a los contrarios de su misma condición a la hora de manipular las votaciones. Pero todo progresa y en la última convocatoria hemos asistido a la renovación necesaria. El alcalde del PP de Puerto Seguro, 62 habitantes, ha inventado el servicio de urna a domicilio. Casa por casa. El arte del pucherazo con transparencia.

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