Opinión

Concordia y oratoria

El miércoles fui a comprar fruta como acostumbro y por el camino saludé a gente de mi vecindad con una sensación semejante al retorno de las vacaciones. De no ser por las mascarillas se diría que la pandemia había sido un mal sueño. Mi lugar es poco comercial y de los dos bares uno estaba cerrado. La librería-quiosco, la panadería, el súper, la mercería y la farmacia mantenían sus puertas francas, aunque con preceptos de seguridad. Las criaturas jugaban en las pistas de deportes y un grupo de ancianos hilvanaba su charla, guardando las distancias, en unos bancos al sol. De la escuela de música me llegaron las notas de un piano y el churrero, tras cerrar la persiana, me dijo adiós poniendo fin a su jornada matutina. Desde hace muchos días tengo la sensación de que hay más pájaros que nunca celebrando la primavera. Siempre he sentido que mi barrio es un territorio feliz y este día luminoso parecía serlo mucho más.

Por el transistor de la frutera supe que acababan de conceder el Premio Princesa de Asturias de la Concordia a los sanitarios españoles que combaten al covid-19. Enseguida el murmullo de aprobación corrió entre la clientela a punto de aplaudir. Y, con la insistencia de una carraca, las congratulaciones, los méritos de esta o aquella enfermera conocida, los del doctor o doctora de cabecera de alguien, los de aquel enfermero que se contagió o de lo bien tratado que estuvo un familiar, invadieron todo el establecimiento. Mientras escogía unas manzanas dudé de que ningún otro galardón de la serie asturiana haya obtenido una penetración popular semejante. Incluso una señora preguntó si el premio era tan importante como para merecer a los premiados. Me sorprendió y gustó esa paradoja.

Con ella y la certeza de que nunca podremos pagar y honrar los méritos de los profesionales de la sanidad pública retorné a mi casa. Prendida la radio, las ondas me trasladaron al Parlamento español. Allí Pedro Sánchez pedía autorización para mantener quince días más el estado de alarma contra la pandemia. No por sabidos y esperados dejaron de molestarme los argumentos de la oposición, las meadas fuera de la taza y los insultos prodigados en gran parte de los discursos, especialmente en las bocas de Casado y Abascal. Se me ocurrió que los Princesa de Asturias deberían crear un premio a la discordia para ellos, consistente en algún tipo de castigo o, quizás mejor, en la obligación de hacer unos cursos de oratoria porque, evidentemente, lo que no conseguirían nunca los laureados sería aprender educación, corrección y a empatizar…

La oratoria y la retórica, igual que en los tiempos remotos del saber hablar en público, deberían volver a las aulas como asignatura. Daríamos un paso de gigante para gozar de un ejercicio de la política persuasiva, donde todos los contarios entendieran que no compartir las ideas o los objetivos no supone falta de inteligencia y de honradez del otro. Y que el discurso torticero, plagado de ofensas, ensucia más a quien lo práctica que al destinatario. Esa falta de oratoria inteligente, esa escandalera parlamentaria que se vive en las dos cámaras españolas nada tienen que ver con la realidad, ni con el sol de mi barrio, ni con la inteligencia ciudadana y mucho menos con la concordia, adjudicada al trabajo de los sanitarios, quizás sin medir suficientemente su significado conceptual de acuerdo y armonía. El premio, con esta definición, está bien pero es insuficiente. La señora de la frutería quizás tenga razón.   

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