Opinión

Cuatro décadas de cambio

Solo han pasado cuatro décadas y todo parece remoto. Nos apañábamos con dos cadenas de televisión. Las emisoras de radio emitían en Onda Media y se usaba la FM como un avance misterioso. En el periódico, al lado de la redacción, existía la habitación de teletipos, que hacían un ruido espantoso y vomitaban cintas de papel mal escrito como borrachos sin control. Escribíamos en sufridas máquinas de rodillo sobre folios amarillentos, baratos. Si querías guardar copia metías papel carbón. No existía la fotocopiadora. Solo el teléfono fijo nos comunicaba con el mundo. Sonaba aquel timbre como un pequeño martillo mecánico, estridente: “Son más de las once, no lo cojas, niño, no vaya a ser una noticia”. Igual el comunicante llamaba desde una cabina telefónica. Era nuestro vehículo de monedas obligatorias. Una mañana unos leones se escaparon de un circo en Vigo. Yo lo retransmití desde una de ellas para Radio Cadena Española y RNE mientras la fiera me husmeaba arañando la puerta. A cincuenta metros Fernando Ramos hacía lo propio desde el balcón de su casa para la COPE, dicen que en pijama y el grueso teléfono negro estirando el cable al máximo.

Fuimos testigos de ruidos de sables, huelgas, manifestaciones, cambios políticos, espectáculos… Lo dejamos por escrito y quizás grabado en cintas de casetes. Tal día como hoy, 28 de octubre de 1982, en muchas redacciones celebramos que el cambio de la dictadura a la democracia había cruzado el umbral del futuro. Se disolvía el experimento de la Unión de Centro Democrático. La Alianza Popular de Fraga, nostálgica del régimen, protestaba en la cuneta. El Partido Comunista de Carrillo olía a naftalina. Y el socialismo de Felipe González cantaba la Internacional con pragmatismo de chaqueta de pana y jersey de cuello vuelto… Los progres habíamos logrado la mayoría absoluta que necesitaba España para entrar con fuerza en el futuro. Incluso hubo quien dijo que Juan Carlos I brindó con champán. Nos lo creímos.

Fue fantástico, y no es nostalgia, haber sido testigo de la Historia con escasas herramientas para cuanto pedía el empuje de los tiempos. Luego, en poco más de una década aquella mecánica para hacer información se infló, se hizo una burbuja y explotó. Llegó el progreso y el caos de la comunicación a la carta, sin remite ni dirección concreta. Ahora todo es noticia en medio de la hojarasca y los cuarenta años del verdadero cambio, que hoy se cumplen, parecen merecer solo unas líneas en las efemérides, cuando no la crítica proveniente de la ignorancia y de la desmemoria. Así es el curso de toda gesta. Se han escrito ensayos, biografías, opiniones, filmado documentales… sin embargo se echan en falta buenas novelas y películas, como hacen los anglosajones y los estadounidenses con sus leyendas domésticas. Y llego a la conclusión de que somos poco amigos de la ficción histórica, la que realmente fija en la memoria popular los acontecimientos. Sí, contamos con dos excepciones extraordinarias, Benito Pérez Galdós en el pasado y Almudena Grandes en el presente. El resto, incluida alguna mía, son anécdotas aisladas.

Al país, como pronosticó Alfonso Guerra en aquellos años de miedo a los golpistas, voluntad y euforia, por fortuna “no lo conoce ni la madre que lo parió”. Y eso que en estas cuatro décadas, desde las crisis del petróleo del 1973 y 1979, las económicas del 1993, 1997, 2008, 2018 y la actual, el neoliberalismo económico no ha cesado de poner el freno y la marcha atrás. Los integrismos no han dejado de soñar con el cara al sol de la camisa nueva. Y cada vez que hay elecciones alguien la anuncian “por el cambio”.

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