Opinión

El dedo del destino

He querido imaginar la sorpresa del mundo si, cualquier día de estos, al despertarnos escucháramos que de súbito el covid-19 había dejado de actuar. Que, del mismo modo que irrumpió en nuestras vidas, por la ley natural que mueve los resortes de la Naturaleza –nacer, crecer, multiplicarse y morir- había cumplido su ciclo vital de forma colectiva. Quise imaginar al virus con una vida de, por ejemplo, trece meses y tal que un ejército programado, terminada la batalla, desaparecía para siempre. Las personas enfermas sanaban de repente, los convalecientes dejábamos de tener efectos secundarios y prevalencias, los anticuerpos perdían su utilidad, a la gente asintomática se les borraba el temor… Imaginen, como yo, que el covid-19 tuviera esa hipotética fecha de caducidad, después de un ciclo planificado de defunciones. Como nuestros antepasados, estaríamos ante una tragedia griega, con la predestinación sobre los hombros.

Ese dedo del destino lo sintieron quienes históricamente padecieron las plagas universales guardadas en los anales. La Humanidad ha soportado importantes pandemias, por ejemplo el cólera de 1817 -que duró más de cien años-, o la mal llamada gripe española que -entre 1918 y 1919- mató a casi cincuenta millones de individuos. Llegaron por sorpresa y en la mayoría de los casos desaparecieron milagrosamente dejando la desolación y escasos avances científicos. Aislar, quemar cadáveres y rezar era la trilogía habitual de defensa. Por fortuna la ciencia moderna ha avanzado una barbaridad, como canta la letra de una zarzuela, y estamos siendo competentes para elaborar media docena de vacunas con capacidad de competir entre sí. Tenemos científicos que, como sabios locos, pronostican la eficacia de sus criaturas con la misma pericia de vendedores de mercadillo. ¿Quién ofrece un décima más y a mejor precio? ¿Cómo consigue afectar cada anuncio al juego especulativo de las bolsas de valores?

Si mañana a las doce en punto el coronavirus muriera al unísono, el esfuerzo farmacéutico y la capacidad inversora de los gobiernos llegarían tarde. Descubriríamos que los esquemas y mecanismos sobre los que funciona nuestra sociedad siguen a la altura de la Edad Media, por mirar hacia un tiempo en el cual se asienta la diversidad política y económica actual. Nos percataríamos de que los intereses económicos e ideológicos del siglo XXI huelen como un estercolero, donde las moscas luchan por conseguir la última mierda, más fresca y con mejor imagen. Y desaparecido el bicho veríamos cómo los episodios se deshacen en el olvido de las hemerotecas sin más consecuencia.

Se ha cumplido un año de lucha contra este virus y, por encima de las víctimas, el balance es también demoledor. Nos deja insolidaridad, disputas territoriales absurdas, objetivos espurios, ruinas, marrullerías legales y hasta un gran hospital en Madrid, que será el asombro del mundo por su inversión económica desmesurada, por estar al lado de un aeropuerto, por la seguridad y las compras adjudicadas a dedo, por su atractivo turístico… pero sin médicos y, por tanto, probablemente sin enfermos. Como aquel aeropuerto del abuelo sin aviones y otros despropósitos similares. Imaginé el día después del último día de esta pandemia volviendo a la rutina sin ninguna intención, y quizás ni posibilidades, de construir una sociedad más sana mentalmente, que nos libere del dedo del destino.

Te puede interesar