Opinión

El Rey que fluye

Desde los años setenta del siglo pasado hasta la invasión de internet, todos los inviernos por Navidad tuve la costumbre de escribir y editar un cuento que mandaba a un puñado de amistades felicitándoles las fiestas. Era mi postal particular. En una de aquellas ocasiones escribí uno titulado “El Rey republicano”, que nunca he vuelto a reeditar. Javier Rioyo en el diario El País hizo un comentario del librito bajo una caricatura de Juan Carlos I. La edición era no venal y, por lo tanto, imposible de encontrar en las librerías, lo que ocasionó que de la Casa Real me solicitaran un ejemplar. También Juan Balansó, muy vinculado a la monarquía, para pasárselo al Rey, se interesó por aquel cuento que directamente nada manifestaba sobre los Borbones. El caso es que llegó a manos del monarca quien, en una de sus visitas a Compostela, me confesó que le había intrigado el título y, en privado, me contó una anécdota que le prometí no desvelar hasta que “estuviera fuera de juego”, según su frase.

Intuyo que se refería al día después de su muerte por lo que seguiré cumpliendo mi palabra, aunque en este momento, cuando Juan Carlos I debiera de estar fuera de juego, resulta que es quien más y mejor juega a ser el retrato de un Rey republicano siguiendo el espíritu de mi personaje, el cual, viendo cómo la monarquía carecía de futuro en la modernidad, se dedicó a poner los cimientos de una futura, democrática y próspera República en su nación. Con la parábola yo deseaba poner de manifiesto que al personaje reinante le correspondía devolver al país la legalidad sustraída por el golpe de estado, la guerra fratricida, la dictadura interminable y la restauración acomodaticia como mal menor. Esto es, si Juan Carlos I y su familia hubieran decidido ser respetuosos con la historia quebrada en 1936, en estos momentos estaríamos viviendo un proceso constituyente y ellos vivirían felices dedicados a sus negocios, claros o turbios, sin el pegamento anacrónico de considerarse predestinados por vía sanguínea para ocupar una jefatura que se tambalea.

Ayer firmé una de esas peticiones, substitutas de los libelos y los manifiestos, pidiendo que se le retire a Juan Carlos I el título honorífico que le concedió el gobierno de Mariano Rajoy. Esto es, que deje de ser Rey emérito y pierda todos los tratamientos que conlleva el título. Vamos, que borre de su tarjeta de visita el concepto de majestad y retorne al campechano Juanito empleado por sus amistades. Los modernos afrancesado o jacobinos piden, además, que nos refiramos a él como “ciudadano Borbón”. Tengo la impresión de que la Revolución francesa llama a nuestras puertas, pero llega tarde. Muy tarde. Aún vamos a tener monarquía por un rato. 

Los escándalos del monarca dimitido, los repartos de millones a sus amantes, los presuntos cobros de comisiones ilegales, el repudio del hijo al padre, el encarcelamiento del yerno, las posibles comisiones de investigación y hasta la intervención de la justicia serán insuficientes para abrir la puerta a la III República. Para que eso suceda antes debe fluir la estabilidad parlamentaria, la capacidad de diálogo y entendimiento entre las fuerzas políticas de ideologías diferentes, para que se piense más en España y menos en el partido, más en el federalismo y menos en el siglo XIX, más en el consenso para modificar la Constitución y menos en cuanto fluye de Juan Carlos de Borbón quien, inconscientemente, está propiciando el resurgir republicano del rey de mí cuento, que tanto me elogió.      

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