Opinión

El sanedrín global

Imaginemos un salón octogonal en cuyo centro hay una amplísima mesa redonda. Nada que ver con la del Rey Arturo y sus caballeros, pero con el mismo deseo de imitar el poder absoluto y mágico del mítico monarca medieval. La única lámpara, pendiendo del techo, ilumina hacia arriba con la suficiente intensidad para que la reflexión sobre la superficie blanca proporcione una luz agradable.

Con paso firme y decidido han entrado los presidentes de las compañías eléctricas. Se han sentado. Les han seguido los presidentes de las comercializadoras de carburantes. Se han sentado. Con algo de retraso han llegado los importadores de gas. Se han sentado. Tras concluir el aperitivo de la antesala, los cinco banqueros más poderosos han ocupado sus puestos entre risas y chanzas sobre las seguridades financieras del continente. Los gestores de los diversos transportes han llegado algo divididos por caminos distintos. Se han sentado. Nadie les esperaba, pero al final también han hecho acto de presencia los directores generales de las grandes compañías multinacionales de alimentación. Se han sentado…

Si el poder pudiera medirse en toneladas, ¿sería usted capaz de calcular la gravedad neta de esa mesa? Yo solo me atrevería a decir que el peso global habría de ser, como mínimo, el triple de cuanto puedan sumar en kilos todos los votos depositados en las urnas por un país en unas elecciones generales. Si tenemos en cuenta que seiscientos hipotéticos camioneros han conseguido casi paralizar y poner en jaque a España, ese sanedrín de la globalización podría derrocar a un Gobierno en veinticuatro horas.

A medida que la globalización fue avanzando de la mano del liberalismo, de los mercados reguladores y del capital financiero, los Gobiernos democráticos han perdido las armas e instrumentos necesarios para establecer los caminos y marcar los pasos hacia una sociedad de bienestar, justa e igualitaria. Por el contrario, desde el establecimiento de las pautas de la globalización, teóricamente universal, las desigualdades han crecido exponencialmente hasta el extremo de situarnos en dos únicos hemisferios, el de la opulencia frente al de la pobreza. Las clases medias están siendo fagocitadas por el segundo mientras el primero acumula todas las plusvalías inimaginables.

Cuando en la UE se decidió la “liberalización” (privatización) de los mercados de las energías, de los transportes, de la alimentación, de la economía… de nada sirvieron las voces de quienes dijimos, escribimos y profetizamos estar vendiendo la herencia de nuestros hijos y nietos por un miserable plato de lentejas. En un universo territorial, a cada proceso más dependiente de las energías, no parecía razonable la falta de un instrumento regulador –¿una compañía?- en manos del Estado. Acabamos de tropezar con las consecuencias. Igual sucede con la producción y el consumo alimentario, con el mercado inmobiliario, con los abusos bancarios… Ya no estamos únicamente en manos del mercado, seguro que en algún lugar está reunido ese sanedrín global -o lo estará muy pronto- en una habitación de ocho caras. Número que rige las catarsis y simboliza el infinito. Según lo coloquemos. 

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