Opinión

El vecino incómodo

Escogí mi primera vivienda allá por los años setenta porque tenía una magnífica terraza. Virtud que se convirtió en defecto por tratarse de un primer piso, bajo seis plantas más, cuyas ventanas escupían cuantas desconsideraciones se les antojaban al vecindario. Nunca pude imaginar tanta inquina en un mismo bloque como la que allí convivía. Ni siquiera cuando alguien me advirtió de que la anterior propietaria había vendido por no aguantar el peso de aquella gente.

Era un vecindario incómodo que, además de mogollón de colillas y el goteo de la ropa indebidamente tendida a secar, se jactaba de arrojar compresas, restos de verduras, huevos crudos y centenares de pinzas de la ropa. Así que alguna prenda caía inopinadamente, acudían a reclamarla con absoluta impertinencia. Protesté a la comunidad y la respuesta fue: “A quien está debajo le cae lo de arriba, es la ley de la gravedad”. Amenacé con presentar denuncias en el Ayuntamiento, en Sanidad… Y arreció la lluvia de inmundicias al tiempo que las burocracias, municipal y sanitaria, se olvidaban de mí.

Me vi obligado a tomar una decisión drástica. Hice construir una barbacoa de mampostería con chimenea incluida. Estratégicamente adosada a la pared de las ventanas. Jamás asé en ella ninguna carne. No es mi afición. Sin embargo, cada anochecido incineraba basura orgánica, además de materiales plásticos y gomas cuyo humo negro y mal oliente subía, manchaba las prendas de los tendales, se colaba por las ventanas abiertas y dejaba huellas indelebles en los cristales. Cuando vinieron a protestar, mi respuesta fue contundente: “La mierda cae, el humo sube, es la ley de la gravedad”. En pocas semanas llegamos a un acuerdo. La barbacoa no volvió a usarse y las plantas crecieron en una terraza impecable y saludable.

Este episodio bárbaro aconteció poco antes o después de la famosa “marcha verde” de Marruecos, contra la presencia de España en el Sahara occidental, y los acuerdos tripartitos de Madrid por los que abandonamos aquellos territorios, cuyo interés principal eran la extracción de fosfatos y la pesca. Unos acuerdos que la ONU no ha reconocido, considerando aún a España responsable del protectorado. Aquella fue una histórica y cobarde cesión del último reducto de la dictadura, y primer tropiezo de la monarquía ante un vecino incómodo. Un conviviente beneficiario de acuerdos comerciales, subvenciones a fondo perdido como guardián de su propia frontera para evitar que África se asiente en Europa, a quien compramos productos y vendemos manufacturas a precios de ganga. Esto es, le ayudamos a fastidiarnos según sus antojos e intereses estratégicos.

Marruecos se permite ser un vecino incómodo de Europa porque gobierna una dictadura monárquica aceptada por los países democráticos, como un mal menor o una desgracia histórica. El reconocimiento por Trump de su soberanía sobre el Sáhara le ha dado alas a Mohamed VI para emular los pasos de su padre y mandar a la ciudadanía más pobre e indefensa contra las plazas de Ceuta y Melilla. Está en el aire la impresión de que se ha abierto una veda a la que debe responder Europa con contundencia y unidad. Una respuesta en la que difícilmente encaja el inquilino Pablo Casado, como vemos, dispuesto a utilizar el conflicto en beneficio propio. Esto es, si mañana encendemos una barbacoa salvadora, parece que no dudará en apagarla evitando el jaque al vecino incómodo.

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