Opinión

Heroísmo ultra

Nunca he compartido la mitología del fútbol ni he participado en las gradas del espectáculo ofrecido por esas competiciones deportivas. Es más, observo la vida que les rodea con la misma preocupación de un humanista clásico frente a las prácticas y la organización de los gladiadores romanos. Incluso me permito decir que el mundo del fútbol es una aberración social absoluta. Consentida, cuando no alentada, por los dirigentes políticos y empresariales más poderosos.

Se consiente que el fútbol se rija con leyes propias, se permite que funcione con empresas fuera del control de la Hacienda pública, goza de privilegios que pueden ser, incluso, inconstitucionales, se vale de cloacas y bajos fondos donde la corrupción es un río sonoro que nadie se atreve a limpiar ni encauzar, se protege con fuerzas de seguridad que representan un gasto desorbitado para el Estado… Todo ello, y mucho más, para mayor gloria de las masas anónimas, de los colores y las banderías, de los oscuros negocios de individuos que tergiversan la bondad del deporte con el flujo de las grandes cuentas corrientes, lavado de dinero, tráfico de influencias…

El espectáculo del fútbol está podrido y el principal grano por el que supura son esos grupos llamados ultras donde la irracionalidad, de cuando en cuando, se convierte en el sello de la noticia luctuosa. La muerte Jimmy a orillas del Manzanares no es nada nuevo. Dentro del mismo ambiente de los dos grupos rivales llega precedida por la de Aitor Zabaleta en 1998 en Madrid y la de Manuel Ríos Suarez en 2003 en Compostela. Esta, incluso, parece ser que tuvo la secuela de la testigo silenciada al ser asesinada su novia, Clara Castro, un año más tarde. ¿Fútbol o novela negra? 

Tampoco es nada nuevo que la muerte del ultra se convierta en un acto heroico, en una leyenda urbana y se alimente con prevenciones de papel de seda, minutos de silencio, cierres “simbólicos” de gradas, caras compungidas y declaraciones hipócritas o llenas de rabia en entierros multitudinarios. La Historia ha construido progresos y ejemplos sociales sobre desgracias ejemplares, pero esta del miembro del Riazor Blues es un monumento más al absurdo de mentes que están más cercas de la delincuencia que del deporte. 

Es cierto que estos grupos, en teoría de aficionados, nacieron en 1982 gracias a Vicente Calderón y otros personajes semejantes -hoy glorificados-, amamantados por las ubres de la extrema derecha postfranquista, pero tres décadas más tarde hablar de sus “ideologías” es un anacronismo y otro disparate más. Estamos ante padillas, alimentadas por la irracionalidad, socialmente marginales por sus instintos y prácticas. Deben erradicarse por el bien del espectáculo deportivo y porque tirando de ese hilo, si hay un cirujano que se atreva, el fútbol quizás dejaría de ser una cloaca luminosa.

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