Opinión

La alquimia de Notre Dame

Siento que Fulcanelli, donde quiera que se halle, ya sea vivo en el misterio o muerto en la eternidad, debe de estar angustiado después de contemplar la voracidad de las llamas sobre las cubiertas de su Notre Dame de París. Y con él Victor Hugo y Nicolas Flamel y Perrenelle, su mujer, y cerca de ellos todos los alquimistas y constructores masones que en el mundo han sido. No dejo de pensar en la posible aflicción de Eugène Emmanuel Viollet-le-Duc, el restaurador que en siglo XIX, amigo fiel de Fulcanelli, levantó la soberbia aguja sobre el cimborrio, que todo el mundo ha visto caer en directo este 16 de abril. Ellos fueron los últimos guardianes de los misterios de Notre Dame y del gótico transmisor de una espiritualidad sublime, que el barroco y el Renacimiento intentaron borrar de la faz de la tierra.

Todas las catedrales son compendios de sabiduría, libros de piedra y caminos de iniciación para quienes buscan la verdad. Y en esa gran biblioteca, la catedral de París es una verdadera enciclopedia de la erudición misteriosa. Las huellas de los alquimistas del siglo XII y posteriores están esparcidas por todo el edificio y, por fortuna, ninguna de las sucesivas restauraciones, caprichos de reyes y emperadores, abandonos del culto, conversión en almacén del templo o en sede de la razón humana, han logrado eliminar la magia telúrica del lugar y las extrañas representaciones que la acreditan.

A este último incendio también han sobrevivido. Las dos vetustas torres y la fachada principal lo afirman. En una de ellas, la representación escultórica del anciano alquimista con su gorro frigio, larga barba mesada y expresión de pensador, sigue allí entre las inquietantes esculturas de las quimeras, no lejos de los doce medallones y doce bajorrelieves donde se describen los pasos para conseguir el logro de la piedra filosofal y el elixir de la eterna juventud, quizás alcanzada por el trio Flamel, Perrenelle y Fulcanelli, según cuentan los amantes del esoterismo. Fulcanelli, quien quiera que fuera, nos dejó en su famoso libro “El misterio de las catedrales” una interpretación de las ciencias ocultas mediante las que fueron levantadas y cuanto significan. Un texto que el incendio vuelve a poner de actualidad.

Las llamas no sólo han destruido parte de Notre Dame, sino que se han cebado contra el espíritu alquímico de Viollet-le-Duc y Fucanelli, contra una rehabilitación polémica en su tiempo frente a la que las escuelas ortodoxas se han venido pronunciando y denostando, mientras la mayoría social la aceptaba y admiraba. La aguja, tildada de soberbia, ha concluido por ser un símbolo de la catedral. Su imagen, emergiendo entre las dos sólidas torres, establecía un diálogo cordial entre la tierra y el cielo. En el siglo XIX significó el punto final de la obra alquímica iniciada en el XII.

Ahora, no bien ha concluido de caer ese desafío a la ortodoxia, los intereses arquitectónicos han alzado sus voces. La restauración se presenta polémica. La improvisación política se ha apresurado a pisar el acelerador fijando plazos absurdos, los detractores de la arquitectura alquímica de Viollet-le-Duc se frotan las manos saboreando el plato frío de la venganza, los amantes del lenguaje gótico rezan para llevar a cabo la nueva restauración reproduciendo la destruida por el fuego. Quizás los secretos alquimistas y los modernos masones necesiten volver a reunirse todos los jueves en la explanada de Notre Dame para no dejar morir su espíritu.

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