Opinión

Maldita transparencia

Recuerdan cuándo la cosa pública se resolvía en los palacios? No ha pasado tanto tiempo. Los elegidos de la república eran personajes circunspectos y acostumbrados a llevar cartas escondidas en la manga. Una negociación entre fuerzas e intereses distintos se parecía más a una partida de tute que a una batalla de ajedrez. Pero de la estrategia y el saber de ambos juegos siempre había algo sobre el tapete e, incluso, cuando el tema era de máximo sigilo se imponían los modos y maneras del póker. ¡Qué tiempos aquellos! Fue antes de ayer y sin embargo la memoria los ha guardado en blanco y negro, con olor a naftalina y a hemeroteca añeja.

Y, naturalmente, ya por entonces todos los políticos eran iguales a los ojos de la ciudadanía –usted y yo, claro-. Eran gente escurridiza, capaz de prometer y no cumplir, enfangados en negocios sospechosos para el pueblo, siempre con el don y el señor por delante, el traje bien cortado y la mirada paternalista en el ojal de la solapa. ¡Qué tiempos! Dormíamos felices sin saber en qué se empleaban nuestros impuestos, desconociendo los vaivenes del PIB. ¿De dónde han salido esas siglas con barriga de cacique?, me pregunto a menudo.

Incluso ignorábamos nuestro parentesco con la prima de riesgo, porque jamás había venido por casa a merendar. Y, además, nos habían enseñado que era una falta de educación meter la nariz en el sueldo y las posesiones del vecino. Hablar de dinero manchaba de ordinariez. ¡Y un título universitario! ¡Señor, un título, una orla, un diploma… llegaron a ser tan sagrados como una bula pontificia o el brazo incorrupto de santa Teresa! Hasta que apareció la transparencia en la res pública.

Y es que la transparencia es indecente. Va implícito en el propio concepto de la palabra. ¿Ha visto usted algo más sensual y hasta pornográfico que lo transparente sobre la piel humana? ¿Hay algo más deleznable que las cuentas públicas de la usura bancaria? ¿No le parece que devolver un regalo por transparencia, aunque sea un master universitario –un título al fin-, es una falta de educación y de consideración para con quien lo ha obsequiado? Y que feo resulta asomarse a la ventana transparente de una institución para husmear en la cuenta corriente de cualquier señoría y su señora, sabiendo –como sabemos- que lo no transparente duerme en otras camas más seguras.

Ahora nos corresponde estar encantados y amasar la felicidad en las redes sociales. Sí, esas que controlan todos nuestros gustos, fortalezas y debilidades –exactamente como cualquier Plan Estratégico de cualquier Gobierno-. En ellas está la esencia de la maldita transparencia, porque un simple error al pulsar el enter puede descubrirnos una conspiración, y ser capaz de convertir una revolución en un castizo y chulesco sainete de Carlos Arniches, ambientado en el centro del poder madrileño.

Menos mal que toda esa transparencia de pantalón vaquero o traje de Armani y peineta en el día del Corpus, nos la cuentan en amarillo, de lo contrario sería irresistible tanta porca miseria junta, don Corleone…

Ironías al margen, estamos viviendo la vida pública dentro de un basurero. ¡Huele fatal!

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