Opinión

Política-reality

Iba conduciendo cuando escuché a Pablo Iglesias decir que la política no debe ser un reality. De no ser porque transitaba por la autopista totalmente vacía habría provocado un accidente. El pie se me desplazó involuntariamente hacia el freno y casi me quedo clavado en el lugar. ¿Era ese el dirigente de Podemos cuya estrategia, para asaltar el cielo del poder, consistió en hacer del ejercicio de la vida pública un circo? ¿Era el mismo que invadió las tertulias televisivas con esperpentos, que llevó bebés al Parlamento, dio besos en la boca a compañeros en la palestra o quiso cambiar los conceptos de izquierda y derecha por las posiciones de los de arriba y los de abajo?

Cuando reanudé la marcha me dije que su actual actuación en el reality consiste en convencer al electorado de que, como el borracho del chiste, ahora es otro hombre, otro político. Al día siguiente el beodo lo fue, pero también le gustaba el vino. No oculto que desde su aparición en la vida pública he dudado de la sinceridad, y por tanto, de la palabra de Iglesias, como dudo de todos los populistas capaces de enfrentar a medio mundo contra el otro medio con tal de alcanzar su fines personales. Por eso en este nuevo derrotero tampoco creo en sus actos de contrición y, mucho menos, los de redención de la vida pública en la que tanto ha contribuido al enturbiamiento actual.

Estaba aparcando en el lugar de destino cuando escuché a Pablo Casado predecir una guerra civil en Cataluña. Miré el calendario de mi móvil, por si algún viaje en el tiempo me acababa de jugar una mala pasada. No escuchaba algo semejante, ni en relación con el problema catalán, ni con cualquier otro conflicto, desde las semanas previas al golpe del 23-F de 1981. Al cerrar la puerta del vehículo las ideas sobre la vigencia de la política-reality se agolparon en mi mente sin remedio.

Estoy de acuerdo con que desde hace años el bipartidismo se había anclado en los viejos conceptos del siglo XIX tan queridos por Fraga, tan aceptados por Carrillo y tan asumidos por Felipe González para salir del atolladero de la postdictadura. Cuarenta años de transición resultaban un largometraje demasiado largo. Una renovación, no solo generacional, sino también de las ideas parecía oportuno y necesario. Aunque nos pesara a las generaciones que veníamos de finiquitar el franquismo, los emergentes –partidos e ideas- debían ocupar los espacios de poder y gestión del futuro. 

Y en eso andamos, cada día, a cada declaración, en cada confrontación, más asombrados de la falta de sentido de esta tropa que confunde gobernar con mandar y hacer oposición con destruir al opositor. La vida pública se ha metido en la casa televisiva de Gran Hermano. Presos de sus soledades, todos los partidos, parecen músicos de una misma banda tocando partituras irreconciliables. El ruido resulta ensordecedor, la falta de harmonías es el mayor exponente de la inexistencia de criterios políticos útiles a la sociedad que representan. Los conceptos de diálogo, consenso, proyectos o programas no están en sus diccionarios. Hijos del twitter, sus neuronas no producen más allá de un puñado de caracteres para llenar sus cortometrajes. La incapacidad para crear discursos solo produce pedradas verbales. La esencia de la plolítica-reality que padecemos.  

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