Opinión

¿Qué venden?

Cuando nos enfrentábamos a las antiguas campañas electorales, -generales, autonómicas y municipales (daba igual)-, con tiempo suficiente los equipos de los partidos políticos se enfrascaban en el trabajo de reflexionar, diseñar el programa que habían de presentar al electorado. En el baúl de mi memoria están amontonadas las horas empleadas en discutir propuestas, la viabilidad de las mismas, el impacto que podrían tener, las diferencias con las de los contrarios y, especialmente, sus significados políticos e ideológicos.

Por lo general acababan conformando unos “manuales” capaces de sobrepasar el centenar y medio de páginas impresas, con letra del cuerpo diez como máximo, y propuestas destacadas con el fin de que los mensajes también llegaran a los lectores perezosos. Hoy tengo la certeza de que quienes estuvimos en aquellos cónclaves y batallas aprendimos mucho de política, de electorado y de conocimiento del medio antes de que la demoscopia invalidara el pensamiento político en beneficio de las estrategias del mercado del voto.

Los programas eran un compromiso ineludible con la ciudadanía. Desde la perspectiva del tiempo veo aquellos movimientos como una siembra de esperanzas y progreso. Con el uso se redujeron a un centenar de puntos y desaparecieron los argumentos. Luego vinieron los tiempos del eslogan publicitario mandando sobre los contenidos programáticos. Se trataba de vender al líder o las siglas aunque detrás solo hubiera humo. A ello no tardó en sumarse la estrategia de las encuestas y finalmente el entramado de las redes sociales y la vacuidad de la improvisación en función de las emotividades del electorado. El triunfo del charlatán de feria, vendedor de productos cambiantes, ha acaparado la vida electoral y en esta primavera, con un sinfín de convocatorias, los estamos viviendo con una insoportable intensidad.

Como consecuencia de la existencia de programas y objetivos sociales claros, los líderes rara vez erraban al emitir sus discursos, propuestas, reivindicaciones y logros. Unos comportamientos capaces de generar confianza o desconfianza, según fuera la ideología o el pragmatismo del elector. Era, déjenme ser nostálgico, un tiempo idílico y de paz dialéctica por muy duros que fueran los enfrentamientos.

Pero ahora, ¿qué nos venden los líderes en liza? La perversión comunicativa los ha igualado. La reiteración de mensajes vacíos o prepotentes los conduce la improvisación y confusión permanente, al desmentido inmediato de la certeza predicada unos minutos antes, al tren de las contradicciones a medida que se cruzan las estaciones de las encuestas.

Ayer empezó la nueva campaña después de dos meses de campaña con un absurdo pre preventivo. Pedro Sánchez corre hacia la meta con los ases escondidos en la manga. A Pablo Casado hasta se le cae el cartel de la fachada mientras demuestra desconocer las bases del derecho que estudió y no saber las cuatro reglas elementales de las matemáticas. Albert Rivera está sumido en un cabreo propio de quien se ha subido al caballo de la depresión después de un desengaño amoroso. Pablo Iglesias ha abrazado la Constitución del 78, contra la que construyó su ideario, como lema de campaña. Y Abascal se ha erigido en Capitán Trueno para regresar al pasado. Pero, ¿dónde están sus programas reales y palpables?

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