Opinión

Yo no iré a Catar

Mi afición al espectáculo futbolístico es casi nula aunque el juego en sí pueda parecerme interesante, curioso, entretenido y, si el desarrollo es bueno, será hermoso. De niño y adolescente no jugaba al fútbol pero una vez me alinearon los amigos y marqué el gol de la victoria. Por casualidad. De adulto tuve que formar parte de un equipo en un torneo de políticos contra periodistas. En la cena de gala me dieron el trofeo al peor jugador. Merecido. En escasas ocasiones he pisado los estadios y siempre por cuestiones profesionales. Este es mi currículo futbolero del que me siento tremendamente orgulloso, pero no por ir contracorriente pues admiro a quienes, desde los palcos de la intelectualidad, aman y comentan este espectáculo deportivo. Carlos Casares y Ramiro Fonte, por nombrar dos grandes que ya no están con nosotros, en más de una ocasión trataron de convencerme de las virtudes culturales que les hacían sentarse en las gradas e, incluso, escribir sobre las contiendas de once contra once.

El fútbol espectáculo es, sin duda, el circo romano de nuestro tiempo. Con una gran diferencia, de aquella acudir al graderío era gratis y en la actualidad es un tremendo negocio igual de sucio donde los gladiadores importantes son multimillonarios y el valor de sus goles cotiza en bolsa. Las corrientes comerciales que genera, una sucesión de competiciones como el mundial de Catar, van mucho más allá de las leyes normales de la economía doméstica. Un acontecimiento de esta índole no sabe de crisis, ni de intereses hipotecarios, ni de inflación… los seguidores son capaces de recorrer miles de kilómetros para ver en directo un partido. Las ventas de televisores de última generación se disparan –en esta ocasión parece que bastante menos-, la compra-venta de entradas se enreda en las cajas de las mafias más oscuras, las apuestas llenan los informativos de deportes, en cada opinión parce que partido a partido se juega el futuro de la humanidad… Visto desde fuera, me parece una globalidad tan irracional como el comercio de esclavos gladiadores y su triste destino de morir en la arena para contentar a un público desnaturalizado. La vida ha cambiado pero los esquemas no.

Yo no iré a Catar ni veré ninguno de los encuentros que van a jugarse en un país de monarquía absolutista con proclamas misóginas, que reniega de la realidad sexual, emocional, religiosa, ideológica... de quienes no comulgan con el poder. Por ello no puedo dejar de pensar que, países como este, a los responsables del fútbol espectáculo les son agradables. Y me viene a la cabeza una idea que siempre he llevado conmigo respecto al fútbol y la política, pienso que son dos territorios de íntima e indisoluble connivencia. Sucedió con el franquismo en España y sabemos que el Mundial de 1978 en Argentina sirvió de coartada publicitaria a la sangrienta dictadura de Rafael Videla. La lista es más amplia y en Catar la estratagema va por el mismo camino. Por tanto, quien crea que el fútbol y la política no juegan en el mismo campo o no sabe del negocio del balón o no sabe de política. O las dos cosas.

Visto mi desinterés por el fútbol y que detesto los regímenes totalitarios, no iré a Catar ni encenderé el televisor para ver la farsa de la FIFA montada en ese pequeño y rico emirato. Y hago votos para que la selección española sea derrotada en la primera vuelta y con ella la argentina, la brasileira, la italiana y la inglesa, como representantes del mayor seguimiento popular. Y que, como consecuencia, el Catar-22 sea un fracaso. 

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