UN ALZA ECONÓMICA
El PIB gallego se multiplicó por 7 en los 40 años en la UE
ANÁLISIS
Allá donde se juntan dos ríos, Miño y Sil, y confluyen cuatro ayuntamientos de dos provincias, está Os Peares. Hay algo metafórico, en el hecho de que Alberto Núñez Feijoo haya nacido allí. El hombre que está llamado a aunar al centro derecha y recuperar para el PP la presidencia del Gobierno de España, forjó su personalidad en un lugar de encuentro, de reunión y suma, de consenso y cigüeñal geográfico. En un entorno humilde, trabajador, y rural. Hoy capea otro escenario: el de la división, la crispación y el desencuentro.
En las décadas de construcción de los cuatro grandes embalses de la Ribeira Sacra, Os Peares fue el epicentro, el lugar de acogida de tantos operarios que se instalaron allí para trabajar en estas obras, que serían clave para la prosperidad de la zona poco después. Su padre, Saturnino, fue uno de los que se desplazó a este lugar en busca de trabajo en la construcción de los embalses, como relata el libro El viaje de Feijóo: El niño de aldea que nunca perdió unas elecciones de Fran Baldao.
El niño, el estudiante Feijoo, acudía cada mañana a la escuela en San Pedro, recorriendo unos cinco kilómetros en bicicleta. Lo hizo así hasta los diez años, cuando se marchó interno a León –el niño, la soledad y una inmensa maleta- a un centro de prestigio, el Colegio Marista Champagnat, donde ya dejó muestras de algunas de sus virtudes hoy tan conocidas, como la responsabilidad, la serenidad o la laboriosidad.
Tras Os Peares y León, estudió el bachillerato en Ourense, y posteriormente la carrera de Derecho en Santiago. Sus planes pasaban entonces por opositar para ser juez pero una situación inesperada truncó su proyecto: recibe la noticia de que su padre se ha quedado en paro. En tal circunstancia, el joven Alberto considera que no puede encerrarse a preparar una oposición larga y compleja, y decide atajar opositando a algo más rápido y fácil, el Cuerpo Superior de la Administración General, grupo A, que aprueba con el número dos de su promoción pocos meses después.
Hasta este punto, a Alberto Núñez Feijoo no le llamaba la atención la política. Se sentía feliz como funcionario de la Xunta. Pero entonces entró en escena José Manuel Romay Beccaría, que había sido vicepresidente de la Xunta con Gerardo Fernández Albor, y que a comienzos de los 90 ocupaba el puesto de conselleiro de Sanidad bajo la presidencia de Manuel Fraga. Romay Beccaría pidió referencias para cubrir la vacante de la Secretaría General de Agricultura y le hablaron de un joven Alberto Núñez Feijóo, que en pocos años se había ganado ya fama de funcionario de éxito.
Todavía hoy, con un largo currículo político, hay quien ve en él sobre todo un gestor, en el que añoran un perfil más ideológico. Feijóo entiende que de una buena gestión –no gastes más de lo que ingresas, y otros básicos de la economía inteligente- sale todo lo demás. Más tarde, en sus diversas responsabilidades se ha caracterizado por esto mismo: austeridad y contención del gasto. Recibió críticas y no pocas por este modelo de gestión en Galicia, mientras otras autonomías gastaban dinero a espuertas sin que ello les reportase reproche o castigo financiero del Gobierno central.
Fue con Romay Beccaría, primero conselleiro y después ministro, en el primer Gobierno de Aznar, cómo Feijóo llegó a la presidencia del Insalud, el puesto ejecutivo más importante que había entonces en la Administración pública nacional. La institución gestionaba entonces hospitales de más de media España, hasta que la creación de consejerías de Salud terminó por disolver el organismo en 2002. Tras la desaparición del Insalud, Feijóo volvió a exhibir su capacidad de dirección y administración de instituciones al frente de otro gigante de la Administración pública, Correos y Telégrafos.
Por entonces Feijóo ya no era el pupilo de Romay Beccaría de los primeros años, sino un alto cargo con nombre y méritos propios, que acostumbraba a salir en las quinielas.
En 2003, en un contexto en el que nadie osaba hablar de la sucesión de Fraga pero todo el mundo sabía que estaba llegando el momento de afrontarla, regresó a la Xunta como consejero de Política Territorial, Obras Públicas y Vivienda, ganándose la confianza de uno de los líderes más exigentes que ha tenido el PP, Manuel Fraga. Tal fue el idilio político entre ambos, que Fraga lo nombró a finales de 2004 vicepresidente primero de la Xunta.
Ya entonces uno de los grandes valores de Feijóo era la capacidad de mantenerse limpio de polémicas y alejado de corrupciones. Este compromiso de honradez lo ha mantenido hasta hoy, donde sus enemigos, en tantos años de dedicación pública, tan solo han podido acusarle de una foto marinera fortuita, manida, anticuada, y mil veces explicada.
Con el debate de sucesión temporalmente soterrado –el líder del PPdeG tenía entonces 83 años-, Fraga ganó holgadamente las elecciones de 2005 pero no logró mayoría absoluta y el acuerdo de bipartito entre PSdeG y BNG permitió al socialista Emilio Pérez Turiño ponerse al frente de un gobierno que durante más de 15 años había sido del PP. Este contratiempo precipitó el proceso de sucesión que terminó con Feijóo como líder del PP gallego, tras una dura pugna con los barones gallegos.
En la oposición, Feijóo se forjó como un parlamentario brillante y combativo, una nueva versión del mero gestor por el que era conocido.
Feijóo trabajó el marketing y, favorecido por las torpes luchas internas que que supuraba el bipartito, lanzó una idea que caló hondo en la sociedad gallega: que su partido estaba resultando “más útil” a Galicia desde la oposición que los propios líderes de la Xunta desde el poder. A medio camino entre la sinceridad del administrador y la apuesta por la comunicación con la opinión pública, Feijóo admitía entonces que ahora la alternativa política que ofrecía era más sólida que la que había presentado en las elecciones anteriores.
Muchos analistas coinciden en que Feijóo se fajó como político en estos años de oposición, saliendo –en expresión coloquial contemporánea- de su zona de confort, y tratando de buscar su lugar, entre su natural tendencia a la gestión sobria y la tradicional estridencia y algarabía del parlamentarismo y la política, algo que se vuelve más estruendoso a medida que subes en la escala de dirección del partido.
En la primavera de 2009, Feijóo obtuvo su primera mayoría absoluta en las elecciones gallegas, algo que revalidó –y ganando escaños- en 2012 y 2016.En 2020 igualó a Fraga al lograr su cuarta mayoría .
Sus éxitos trascendían el Padornelo y muchos ojos del partido se posaron en él cuando, tras la moción de censura contra el Gobierno de Mariano Rajoy, se abrió el proceso de sucesión en el PP nacional. No obstante, Feijóo, que no acostumbra a jugar sin garantías de victoria, consideró que no era aún su momento, y se apresuró a pertrecharse tras su compromiso con los votantes gallegos. Muchos no entendieron aquella decisión, que el tiempo demostró que habría sido precipitada.
El turbulento liderazgo de Casado, asediado por amigos y enemigos, concluyó abruptamente y abrió una nueva oportunidad a Feijóo, que esta vez sí, aclamado unánimemente, aceptó convertirse en el líder y candidato de un PP roto, dañado de cara a la opinión pública, y en caída libre en las encuestas, con la doble amenaza de Ciudadanos y Vox. Feijóo se hacía cargo de la nave a la deriva representando lo contrario: serenidad, certidumbre, responsabilidad y alternativa de Gobierno.
Alberto Núñez Feijóo se ha enfrentado a un escenario político inédito en España. Por un lado, un Gobierno compuesto por socialistas y comunistas dispuesto a cambiar las normas del juego democrático, o al menos de la ética política, con tal de mantenerse en el poder, en asuntos tan delicados como la amnistía a los secesionistas catalanes, o la politización de las instituciones judiciales; por otro lado, un escenario de oposición dividido, en donde un significativo espectro de la derecha lo ocupa el partido de Santiago Abascal con un éxito mantenido en el tiempo que está sorprendiendo a quienes lo señalaron como un mero partido pasajero coyuntural.
A Feijóo le ha tocado lidiar con ambas circunstancias: la peculiar personalidad política de Sánchez, diametralmente opuesta a las formas, maneras y valores que han caracterizado el perfil político del líder del PP, y la beligerancia de –y contra- Vox, con quien pugna por una porción de votantes que han huido del PP por la sucesión de posiciones que consideran tibias, o al menos ineficaces, en asuntos complejos como la política lingüística, la estrategia climática o la inmigración ilegal. También en gran medida por el desencanto acumulado en las filas “populares” mientras se mantuvieron en ellas
Desde el PP de Feijóo, a través de las diferentes citas electorales, se ha probado de todo para tratar de ganar terreno a Vox, y al tiempo, tratar de liderar la oposición. La política del enfrentamiento con los de Santiago Abascal no siempre ha dado los resultados que esperaban, por cuanto sitúa al PP en una cierta posición de reconvención política a sus propios exvotantes, y no parece una estrategia feliz. Mientras que los acuerdos y coaliciones con Vox, si bien han resultado útiles en muchos aspectos, han traído en bandeja al Gobierno sus críticas a ambos partidos, como si representaran los dos las posiciones más extremas de la derecha, algo que en modo alguno podría representar alguien como Alberto Núñez Feijóo.
Una vez más, con paciencia e astucia política, en el equilibrio quiere encontrar Feijóo la clave del éxito, y la consolidación de un camino que, con bastante probabilidad, al menos eso dice la tendencia y las encuestas, terminará tarde o temprano con él en la Moncloa. Está más cerca de consolidar su liderazgo nacional, donde ganan también peso personajes como Juanma Moreno y sobre todo Isabel Ayuso, inamovible en sus posiciones y absolutamente incontrolable para el propio Feijóo, que parece observarla a partes iguales como una valiosa aliada y como una peligrosa amenaza.
De momento, a Feijóo lo avalan los buenos resultados electorales cosechados por el PP, su estrategia de oposición minuciosa similar a la que logró consolidarlo como líder político del PP de Galicia y el valor de haber sabido reconducir algunas de las posturas del propio partido que en los últimos años han provocado un éxodo de votantes hacia otras formaciones. Nadie parece dudar de que el PP, con Feijóo al frente, haría un buen trabajo con la economía y la contención del gasto, así como con la administración de servicios públicos, pero las dudas surgen en otros aspectos más ideológicos. Los que agita Vox para ganar a la derecha más convencida y que Feijóo teme abanderar para no alejarse del centro.
El caso de la inmigración ilegal, a la que se refería Feijóo hace unos días criticando la falta de diálogo del Gobierno, es buen ejemplo, porque a fin de cuentas es un problema dinámico con posiciones distantes y soluciones nunca idóneas y necesariamente diferentes según los tiempos. Los últimos acontecimientos indican que, en esta partida, Feijóo ha dejado fuera de juego a Vox. Ojo a este punto de inflexión.
En un contexto en que gran parte de Europa está virando a la derecha precisamente buscando respuestas a nuevos problemas como la inseguridad, la inmigración ilegal o el hartazgo de las políticas injustas derivadas de la marea woke, Feijóo deberá medir dónde sitúa ideológicamente la nave del PP, para combinar buena gestión económica con la resolución de problemas más o menos nuevos que cada día preocupan más a la opinión pública.
Tal vez la clave esté en otra de sus tradicionales virtudes: rodearse de un buen equipo en donde, en lo posible, estén representadas todas las sensibilidades mayoritarias del centro derecha contemporáneo.
El directivo de una empresa de comunicación comentaba al principio de su primer mandato con cierta decepción: “Feijóo no ayuda a nadie”. No lo estaba piropeando a sabiendas pero sí ofreciendo el rasgo de un político que no entiende la gestión de lo público como un pago de favores ni como una forma de ayudar a los amigos sino como un ejercicio de ecuanimidad y responsabilidad. Justamente por esto, que algunos llaman ingratitud, Feijóo ha llegado hasta hoy sin una mácula que echarle en cara en los broncos debates del congreso.
Quizás no brille por su simpatía, tampoco por su inglés. No luce los trajes con el porte de Sánchez, ni la seguridad y el carisma de Ayuso. Pero sí es la única alternativa fiable para el endiablado escenario político que hoy es España. Llegará al Gobierno, es cuestión de tiempo, y tal vez titubee a la hora de afrontar cambios de calado como el adelgazamiento de la Administración, la revisión de las abusivas políticas impositivas o la transición del intervencionismo hacia lógicas liberizadoras, pero la balanza del rigor se inclina claramente hacia él.
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