CAPÍTULO SEGUNDO

Ruidos y reflexiones de un policía

Las turbulencias adolescentes, en plan Cat Stevens y Father ans Son, habían dado paso a una cordialidad algo fría. 

Kiko Méndez-Monasterio es director de Gaceta.es

La corredera de la pistola se cerró con ese chasquido solemne y definitivo, tan parecido al del martillo en una subasta. El jefe de policía atendía al sonido con gesto de experto en la materia, con la misma atención que usa el enólogo al examinar el corcho recién extraído. No era él uno de esos inquietantes aficionados a las armas, estaba limpiando y comprobando su Glock 17 por puro celo profesional, y también por algo de reverencia ante esa mortífera maravilla que habían diseñado los austriacos.

Era su primera pistola de importación. Desde sus tiempos en la Academia había llevado siempre la dotación reglamentaria, primero una Llama, luego una Star. Pero cuando le hicieron comisario quiso darse un capricho estético, una distinción que permanecía siempre oculta en su funda, excepto cuando -como entonces- le tocaba la limpieza rutinaria. Presumía de no haber sacado el arma nada más que una vez en treinta y tantos años de servicio, y quería creer que se jubilaría sin hacerlo de nuevo, pero eso no iba a impedir que estuviese siempre en perfecto estado de servicio. Mientras acababa la tarea, por una lógica asociación de ideas, le regresó la sombra de la muerte al pensamiento. De aquellas muertes absurdas que le estaban quitando el sueño. Seis en tres meses. Descartó lo de poner más carteles. Quizá sería mejor cámaras o, tal vez, simplemente aceptar que no hay forma de esquivar a la Parca cuando uno se empeña en dirigirse a ella con la precisión de Google maps.

Pablo acababa de entrar en la casa y le saludó sin mirarle desde el pasillo. Enseguida oyó otro sonido solemne, el portazo que durante años había sido el epílogo de las discusiones entre padre e hijo, y a la vez el preludio de música pop sonando desde el lado joven de la puerta. Las turbulencias adolescentes, en plan Cat Stevens y Father and Son, habían dado paso a un cordialidad algo fría. Era más fácil ser policía que ser padre. 

- ¡Pablo! Baja la música o cuelga el teléfono, vamos a procurar molestar a los vecinos con un ruido uniforme, por favor.
No esperaba tener respuesta, lo dijo por la costumbre, sólo para hacer reproches inaudibles, y reflexionar luego sobre la paradoja de la incomunicación crónica en la edad de la comunicación constante.
- Joder con la generación más preparada de la historia… Este no se marcha de casa ni con un auto judicial- se dijo a sí mismo mientras guardaba el arma en el cajón y le sobresaltaba otro sonido, el de una falsa campanilla avisándole de un nuevo mensaje en el móvil. Era grotesco y breve: “Jefe, otro fiambre. En el mismo sitio”.

En un segundo el arma había pasado del cajón a la pistolera. En cuatro más estaba saliendo de casa con una despedida inútil.

- Pablo. ¡Pablo! ¡Me marcho!

Y como respuesta sólo acordes poperos de aquella adolescencia alargada en exceso. Si hubiese prestado atención habría escuchado la voz de Santi Santos, de Los Limones, cantando lo difícil que es el camino sin ella, mezclada con la de su hijo, que seguía hablando por teléfono pero que parecía que estaba tratando de consolar a Santi, porque al otro lado había alguien que también iba recto a la desesperación, como el estribillo, “sólo sé que ella lloró,/ tanto como para apagar el sol”

***
- ¿Quién es esta vez?
Había conectado el manos libres pero no entendió bien la respuesta.
- Habla más alto, que voy con la sirena. ¿Qué quién es ahora?
- Un chaval, rubiales, de unos treinta años
-Ahogado, claro, como todos.
- Pues no lo sé jefe. A lo mejor sí que se ahogó, pero entonces no habría hecho falta meterle los tres plomazos que tiene en la espalda.

Por un tiempo sonó solo la sirena azul. Luego al comisario le salió la voz más cabreada.
- Joder, Faramiñas, no hagas bromitas. ¿De verdad tiene tres tiros?
- Perdona jefe. Sí, tres boquetes limpios en la espalda y uno más feo, creo que de salida, en el pecho. Si es un suicidio, tiene un mérito descomunal.

El comisario dejó que hablara otro rato la sirena, para ver si su subordinado entendía que no era el momento de hacerse el gracioso. A veces creía que Faramiñas hacía chistes malos para aliviar la tensión; o tal vez para hacerse el tipo duro. Pero la mayoría de las veces, simplemente pensaba que era un gilipollas.
- ¿Tienes algo, además del cadáver?
- Un borracho, que es el que lo ha encontrado. Pero no sé si le vamos a sacar mucho, tiene una melopea nivel leyenda. 
- ¿Y el juez? ¿Ha llegado ya?
- Qué va. Iba a tardar, me han dicho. Y creo que mejor así, jefe, porque está de guardia ese que se cree la combinación genética de Sherlock Holmes y Poirot. Así trabajamos más tranquilos hasta que llegue.

El jefe colgó sin despedirse. Ya no estaba lejos. No podía reñir a Faramiñas por las coñas sobre el juez, porque él mismo las usaba bastante. La noche no iba a ser agradable: un tipo tiroteado, un borracho, y el maldito Sherlock metiendo las narices. A Sherlock lo tenía atravesado desde hace años, porque de verdad se creía un detective de novela, también porque era el padre de un amigo de Pablo, y porque le miraba con antipatía, como si los líos en los que se metían los chavales fuesen solo culpa de Pablo y no de su hijo; a los borrachos no los soportaba porque le recordaban alcoholes suyos del pasado; y, en cuanto a los tipos tiroteados, tenía el jefe la teoría de que había que morirse sin hacer ruido, que esa era la mejor manera de marcharse de cualquier lado. No, la noche no iba a ser nada agradable.

***
- ¡Jefe! ¡Estamos aquí!
Llegó hasta el chistoso Faramiñas con una mueca desagradable, para evitar más chirigotas. 
- El testigo está largando. Dice que ha visto a un chico salir por este camino, y luego una chica. Pero no sabe describirlos.
El borrachín miraba al jefe con cara de asombro
-Sí, sí que sé describir al chaval. Es como él, igualito que él -dijo señalando al comisario-. Igualito pero con treinta años menos.

Historia de una novela ourensana y experimental

 

Cada una de las entregas de esta novela, "El tragaluz de A Chavasqueira", está firmada por un autor diferente y desarrollada a partir de lo que han ido escribiendo los precedentes, sin permitirse a los escritores concertar el destino de su prosa y de sus historias. 

Más de una veintena de escritores, periodistas y personalidades del mundo de la cultura participan en esta iniciativa veraniega de La Región, que acoge tanto a firmas locales, como a autores del panorama nacional y puntuales colaboraciones internacionales, para solaz y disfrute de los lectores, evocando las antiguas novelas por entregas de los periódicos de ayer, y añadiendo el enigmático componente de una experiencia literaria imaginativa y artísticamente abierta. Un ejercicio libre y gratificante tanto para los autores que se están sumando a este sorprendente reto, como para los lectores, que a lo largo del verano irán descubriendo la evolución de personajes como Marta, Jorge, o Pablo, en una acción que transcurre con la ciudad de Ourense como escenario. 

Los capítulos de "El tragaluz de A Chavasqueira" podrán seguirse con La Región durante los meses de julio y agosto en las páginas veraniegas del diario.

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