La infinita mentira de la leyenda negra española

El necio López Obrador esconde tras sus mentiras todos los problemas de su país.
photo_camera El necio López Obrador esconde tras sus mentiras todos los problemas de su país.

En una muestra de miopía, Francisco aceptó las tesis del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, al pedir perdón por “pecados cometidos por la iglesia católica” en el proceso de construcción del país. El papa entra en esa peligrosa revisión del pasado para volver a demostrar que la leyenda negra española, además de ser la gran campaña de difamación de la historia, tiene una sorprendente capacidad para resucitar cuando interesa en alguna parte del mundo: lo que fue una agresión de Inglaterra y Holanda contra el imperio español acabó siendo carnaza para los nacionalismos periféricos, los estadounidenses en la Guerra de Cuba, el antifranquismo, el comunismo o la nueva ola de indigenismo.

En su base, esta leyenda solo era otra envidiosa herramienta en la lucha antiespañola para menospreciar los avances cosechados. Lo singular es, además de su extraordinaria supervivencia, que muchos españoles se acabasen creyendo el catálogo de bulos iniciado precisamente de la pluma de un retorcido compatriota, fray Bartolomé de las Casas, que para abolir el sistema de encomiendas armó un librito lleno de exageraciones, mentiras y descripciones de lugares en los que ni siquiera había estado. El libelo fue combustible para los rivales protestantes de la Corona Española y a partir de ahí empezó a correr la bola de mentiras y falsificaciones.

En esa gigantesca “fake news” nacida de la superioridad española entre 1450 y 1650 se pintó a los habitantes de este país como una raza de asesinos codiciosos que esquilmaban América. La compleja realidad, con sus luces y sus sombras, fue por otro lado. Como coinciden todos los historiadores serios, por supuesto que hubo violencia pero en ningún caso estuvo sistematizada, para empezar porque los Reyes Católicos, Carlos I y Felipe II fueron aumentando su protección de los indios con la Leyes de Burgos y las Nuevas Leyes, anticipando en doscientos años la idea de derechos humanos universales y apoyados en figuras como fray Antón de Montesinos o Francisco de Victoria. La dramática pérdida de población amerindia en los 150 años posteriores a la llegada de los españoles es un hecho atribuible casi en exclusiva al choque inmunológico: tras entrar en contacto con los conquistadores serían arrasados por terribles epidemias de gripe o viruela. Una vez inmunizados, esos mismos pueblos volvieron a crecer mientras en América del Norte eran exterminados por los ingleses: Humboldt ya registró en el siglo XIX que en los territorios españoles vivían 7,5 millones de indios y 5,5 millones de mestizos.

Emilia Pardo Bazán acuñó en 1899 el concepto de leyenda negra en una conferencia en París, con tesis ampliadas después por Julián Juderías. En la segunda mitad del siglo XX, la historiografía de Arnoldsson, Kamen, Gibson o Powell terminó de recalibrar el eje de la discusión además de recordar que el mito del buen salvaje prehispánico nunca existió. La torpeza del papa se le disculpa por su perspectiva cristiana, aunque para pedir perdón no debería hacerlo por los supuestos “pecados” cometidos por España -de forma indirecta, la Iglesia en América era la Corona- sino por haber tenido gente a su servicio como fray Bartolomé de las Casas o por haber sacado a Fidel Castro de la cárcel -obra de Pérez Serantes, obispo gallego de padre celanovés-. De fondo, lo que siempre ha estado ahí es hispanofobia mezclada con el oportunismo y por eso lo realmente grave es escuchar estas groserías de la boca del retrógrado López Obrador: siguiendo la senda marcada por otros ilustrados como Maduro o Morales, construye ahora una cortina de humo con la “memoria histórica” en lugar de hablar del narcotráfico o la oleada de violencia estructural que destroza su país. Si quiere ir al pasado, estaría bien preguntarse dónde estaría México sin la cohesión territorial otorgada por España y si quiere hablar de perdón, en todo caso debería pedírselo él a los pueblos ajusticiados por los mexicas. Fue ese espantoso genocidio -cifrado en hasta 80.000 muertos al año- lo que unió a tribus como los totonacas alrededor de Hernán Cortés: el aventurero extremeño, asesorado por su compañera Malinche, apostó en la toma de Tenochtitlán por la diplomacia evitando el uso de la fuerza hasta donde pudo en una guerra que no fue de ocupación sino de liberación.

La ironía es que los enemigos de España empezaron a exagerar la violencia cometida en los territorios de la Corona mientras ellos mismos cometían tropelías mucho mayores a las inventadas. Con los negros episodios intrínsecos a cualquier proceso similar, ningún otro país realizó un ejercicio de autocrítica como el que desembocó en la Junta de Valladolid: ese debate de 1550 mejoraría la legislación proteccionista armando la figura del protector de los indios y avanzando la justicia restaurativa. Nada de esto tuvieron los aborígenes australianos o los congoleños y no fue casualidad que al llegar la ola de independencia del siglo XIX, muchos indios prefiriesen mantener su estatus de protegidos del rey español antes que aceptar la nueva realidad oligárquica que acabaría arruinando los viejos virreinatos. Porque lejos del modelo extractivo, y aún con sus grises, España generó riqueza en ultramar: financió expediciones científicas, hospitales, universidades -casi un siglo antes de las primeras anglosajonas- o infraestructuras. América nunca fue un botín sino una extensión de la reconquista española a la que había que dotar de una administración moderna, el mismo orden jurídico y su misma fe dentro de un modelo razonablemente integrador, en el que incluso se crearon cátedras para proteger idiomas como el náhuatl o quechua. Y a ello se afanaron durante siglos, por cierto, tanto los integrantes de la orden del papa Francisco -jesuita- como los antecesores del abuelo del necio López Obrador -cántabro-.

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