OURENSE NO TEMPO

Rúa Cervantes, o da Fontaiña

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photo_camera Calle Cervantes desde el cruce con Pelayo. Imagen actual y fotografía, obra de Augusto Pacheco, en 1960.

Algunos vecinos querían mantener la costumbre de criar en los bajos gorrinos y gallinas

No se puede decir que al gran Miguel de Cervantes Saavedra en nuestra ciudad se le rindan honores con la mejor de las calles posibles, ¿o sí? Muchos la confunden con la de Villar, interpretando que esta transcurre entre el Posío y la calle de la Barrera. Pero si os fijáis en el callejero, la plaza de la Herrería es el final de la calle de Villar. A partir de aquí se llama Cervantes; de hecho, durante un tiempo ese lateral de la plaza se numeraba como continuación de Cervantes en los pares y aún hoy el otro lateral continúa siendo Cervantes en los impares. El trazado sería entre la calle Pelayo y la de la Barrera.
Situada en el triángulo que se supone origen de nuestra ciudad: Trinidad- Burgas-Museo Arqueolóxico (Praza Maior), tuvo en los comienzos probablemente su periodo de esplendor, siendo por su situación una calle principal de la villa.

En 1233 ya se la conocía por el nombre de rúa da Fontaiña (que según el amigo Manuel Domínguez Quiroga es el diminutivo de un derivado de Fontanus-ana, “relativo a fuente”, concretamente de un hipotético fontaninus-anina), lo que nos induce a pensar en la existencia de una pequeña fuente en la zona. Con la denominación de Fontaiña existió hasta que el “Retórico”, aquel concejal de origen castellano que cuentan era tan enrevesado al hablar como “iluminado” en sus ideas, en un pleno municipal solicitó el cambio de nombre de muchas calles con denominación autóctona, y la castellanización de las que estaban bautizadas en gallego. Pretendía que Mariñamansa se conociera como “Patata Fina” o Regueiro Fozado se llamara “Arroyo Turbio”, por no recordar que pedía llamar “Cola de Pollo” a Rabo de Galo. Quizás por no aguantarlo, pero no con buen criterio, se accedió a lo primero, apareciendo así las calles Lepanto, Bailén, Viriato, San Fernando, Unión, Luna… Todos nombres respetables, pero sin ningún sentido para la ciudadanía.

En su lugar desaparecieron Laxiña, rúa da Obra, Escaleiriña, y nuestra calle de hoy cambió de Fontaiña a Cervantes. No fue precisamente mal cambio, ya que honrar a don Miguel es un privilegio, pero quizás podría haber existido otra solución… 
Formar parte de la zona histórica de una ciudad tiene ventajas, pero también muchos inconvenientes, entre ellos el de las dificultades por adoptar comodidades. A modo de ejemplo: la primera autorización para realizar obras de enganche a la toma de aguas del canal del Loña la he localizado en 1897, cuando en el edificio nº 7, que había albergado al recaudador municipal don Mariano Sánchez, se procede a su modernización y se le dota de agua corriente. Quizás lo complicado de hacer esas actualizaciones y el inexorable paso del tiempo que hizo decaer las estructuras, fueran los culpables de que decayera una calle ocupada en su momento por profesionales de prestigio. En 1895 vivían en la calle los doctores Antonio Iglesias Pardo (padre del abogado, político y periodista Dalmacio Iglesias), nº 15, y Luis Quintans Torres, nº 18; sus vecinos eran el teniente coronel Bernárdez Dorado, nº 12, héroe de la guerra del Rif; un comerciante de prestigio como fue Castor Eire, nº 16, que cogió el relevo de Torres, quien parece ser uno de los más relevantes almacenistas del siglo XIX, y a su vez años después cedió el negocio a otra gran saga, la de los García, Casla, o los Castellanos como queráis llamarle; en el nº 6 estuvo la farmacia de Aldemira, regida en los últimos tiempos por su viuda y me constan como propietarios de viviendas, apellidos como Muruais, Labarta y Novoa entre otros. Estos vecinos con posibles comenzaron a trasladarse a zonas de crecimiento de la ciudad como eran A Corredoria (Santo Domingo), Paseo e incluso Progreso, escapando de las carencias que tenía la zona. El alcantarillado la traída de aguas y el servicio eléctrico eran continuos quebraderos de cabeza que se unían al problema de que algunos vecinos querían mantener la costumbre de criar en los bajos gorrinos y gallinas. Con respecto a este tema, existen referencias en prensa a huidas y/o robos de estos animales que permiten esbozar una sonrisa, eso sí sabiendo que el tema olores y demás “regalos” no eran precisamente agradables.

En esos finales del XIX comenzaron a instalarse bodegas como la de doña Celidonia Blanco, en el nº 9, con fama de “hacer buen comer”, o la de Jacobo Salgado “de mal beber” (este último comentario es de mi cosecha por haber encontrado en prensa noticia de que fue sancionado en dos ocasiones al menos por adulterar el vino), figones ,pulperías, en el nº 3, e incluso un horno de pan (de doña Andrea Santalla, en el 14, no sé si será el que aún conocí yo en casa de mis amigos los Gil, detrás de la Burga). La instalación de esos negocios promovió otro momento de auge en la zona, pero no contribuyó precisamente a que mejoraran las condiciones de vida, encontrándonos con el dato de que en las depauperadas viviendas se alojaban ciudadanos que carecían de medios (al menos me he encontrado con seis expedientes de declaración de “pobres de solemnidad”). En esas condiciones llegó a los años veinte, en los que comenzó otra etapa que aún hoy colea en la zona, que por su interés bien merece capítulo aparte.

No quiero cerrar el artículo sin citar un detalle, en la calle Cervantes se pudo producir seguramente este saludo: "Usted siga bien don Canuto", "Y que usted lo vea, Sr. Incógnito", nombre y apellido hoy en desuso pero frecuentes a finales del XIX. 

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