La nueva ourensanía | Elisabeth Garavito y Miguel Ángel Cabezas

Una mañana cualquiera, a las puertas del registro ourensano, hay una cola que tiene echando humo a los funcionarios. Sentados en una postura que solo menores de treinta pueden permitirse, una hermosa pareja espera su turno. Ella, princesa Pocahontas, luce un colorido bolso wayú, fetiche ‘fashion’ típico de su tierra. Él, de profunda mirada azul y amable sonrisa le habla al oído. La foto no les hace justicia, pero en carne y hueso no se entiende bien qué hace aquí tal dúo pudiendo estar en un catálogo de Adolfo Domínguez. Elisabeth Garavito Bolívar (Cómbita, 2000) y Miguel Ángel Cabezas Pinzón (Bogotá, 1994) se conocieron en Tunja, una de las ciudades más seguras de Colombia que según ellos se parece bastante a Ourense, donde ambos estudiaron. “Yo soy del campo, mi papi vive de la leche, tiene papas, cultivo de moras…”, especifica ella. Llegaron aquí buscando “trabajar, no queremos que nos regalen nada”, comentan ambos, días después, en la Alameda. Les quedan seis meses para que se cumplan los tres años que les permiten obtener sus permisos de trabajo y en todo este tiempo se han ido manteniendo como buenamente han podido. No pueden tener un contrato legal, no pueden sacarse el carnet de conducir, no pueden empadronarse porque viven con personas que a su vez tienen el mismo problema y ejemplarizan un pez que se muerde la cola bastante habitual, y de difícil arreglo mientras no cambien las leyes. “Podríamos tener un hijo, pero no creemos que sea la manera de hacer las cosas”, tampoco son tontos, conocen los atajos. Allá Elisabeth “estaba en la gobernación”, explica una graduada en la carrera de Administración. Miguel Ángel ejercía como cocinero, tras sus estudios de Hostelería y Turismo. Hablan de jornadas de trabajo que superan las doce horas y de la ambición de algo nuevo. “Allí vivíamos bien, no nos faltaba, ni había violencia”, comparte Elisabeth sobre Tunja. “Tenía dinero pero no tenía tiempo para gastarlo”, bromea -poca broma- Miguel. Aficionado a la calistenia, es uno de esos chicos con los que ‘apampan’ los niños en el parque infantil, practicando ejercicios que se realizan con el propio peso corporal en una estructura de barras de acero o en suelo. “Entonces conocí a una chica…”, arranca el relato de la amiga de la amiga que no fue novia pero que le presentó a la presente y fin. También hace trucos con bicicleta BMX de ‘freestyle’ pero no se le conoce pandilla. Mientras mueve las muñecas asoman tatuajes de todos los colores que representan distintas etapas de su vida. “Son de mi diseño y tienen detrás un mensaje”, comparte el también grafitero. El nombre de su madre, su nombre, el de una perreta, Zeus el perro, bendición de ya, ‘one love’, un tigre, un indio, un pájaro y una rana que representa la evolución. “Tiene todo el zoológico encima”, bromea Elisabeth, que reconoce no poder con tanto dolor. Ella representa el contrapunto rural perfecto al espíritu urbano de él. “Me gustan los caballos, el mío lo tengo allá en casa de mi papi”, y se le ilumina la cara al hablar de Caramelo, corcel en el que galopa estilo boyacense “no montas con casco sino con sombrero”, puntualiza. “Aquí para el caballo me hace falta hacer un curso, y para eso necesito los documentos…”, de nuevo el impedimento para mayores compromisos y placeres. Shangri-la andino Arranca entonces Elisabeth el relato de una Cómbita idílica. “El campo allá no es como acá, todavía hay niños, si siembras hoy una mata mañana ya te crece, ¡el cultivo da fruta cada ocho días durante todo el año!”, y reflexiona acerca de los pueblos ourensanos llenos de lindos ancianitos, pero yermos de juventud. “Aquí dependemos de los tiempos”, enlaza Miguel, que aprendió a hacer vino y a usar el ‘sacho’, ayudando a un anciano un tiempo. Su escasa ‘galeguidade’ la refleja un ‘carallo’ que, a bote pronto, es lo que le sale decir en idioma patrio. Valora de estas tierras “aprender lo que los abuelos nos enseñan”, dirá en otro momento. Vaya por delante el léxico. Luce el sol y apetece quedarse en ese paraíso terreno que describe con emoción ella, minutos después sabremos que por esos lares se grabó la conocida telenovela Pasión de Gavilanes y la estampa se enriquece de cumbia norteña o carrileras de Boyacá. “Tenemos los tallos en Sotaquirá”, rompe un poco Elisabeth la magia al hacer aparecer el grelo, que según ella, allá llevaron los españoles y que se usa en una receta tradicional campesina. “Los indios”, lleva por nombre, y viene a ser una suerte de empanadilla hecha con las hojas que se rellena de maíz, calabaza, papas y otros tubérculos andinos. Están locos Elisabeth y Miguel Ángel por conseguir la residencia para poder hacer cursos de manicurista, montar a caballo, sacarse el carnet de conducir y alquilar casa para dos, y son cultos y sensibles pero si supieran hacer eso de ‘vivir de guapos’, ya hubiesen arrasado en la profesión.