Obituario: Marina Vidal, la mujer que amaba leer y nunca se aburrió

Marina Vidal, con la hija de su amiga Julia.
photo_camera Marina Vidal, con la hija de su amiga Julia.

Marina Vidal nació en Zarza (Vilamarín) en 1929. Su padre era juez de paz y secretario de Ayuntamiento. Estudio dos años de Magisterio y muy jovencita se fue a Madrid con un hermano, donde estudió mecanografía. En una visita que hizo a Ourense conoció al pintor Luis Trabazo. Se casaron. A su boda asistió la escritora Carmen Laforet, casada con Cerezales, periodista también ourensano, y se fueron a vivir a Madrid. Él tenía 42 años, ella, 21. Él pintaba, escribía en los periódicos y dirigía una galería de arte. Marina consideraba esa etapa como la más feliz de su vida. En los años setenta regresan a Ourense, donde él monta un despacho de abogado que pronto cerró por falta de clientes. Los veranos los pasaban en Zarza, donde él pintó muchos de sus cuadros. Los amigos del matrimonio Trabazo contaban divertidas historias protagonizadas por ambos y sus singulares personalidades. 

En una entrevista mantenida en 2011, ya viuda y aislada en su piso del barrio del Couto del que apenas salía desde que se suicidó su único hijo, de treinta y pocos años, y en el que pasaba las horas leyendo a Camus y Simon de Beauvoir, Marina repasaba parte de su vida: “Toda la vida me llevé bien con los hombres y mal con las mujeres. Siempre viví bien, pero sin lujos. Soy poco sensual. Solo deseo amor. Yo daba la vida por mi hijo Luisito y por una de mis hermanas. A Luis lo quería mucho, me gustaba mucho como persona, su curiosidad por la vida intelectual. Él me dio una cultura francesa de artistas y de mundo, pero mi hermano me enseño la Literatura universal. Yo siempre leí para sentir y disfrutar, nunca para saber más. Siento no haberme casado con un hombre rico. Trabazo se casó conmigo porque no tuvo otra. Estuvo muy enamorado de una madrileña que lo dejó y él lloró por ella. Un día encontré una carta para ella en la que le escribía: ‘Te quiero aunque estés muerta’. A mí nunca me dijo nada igual. Nunca me aburrí y siempre fui dueña de mi independencia. A los 20 años perdí la fe, antes era muy tonta”. 

De mirada penetrante e inquisidora, sonrisa fácil, con melena a lo Verónica Lake, los labios pintados de rojo fuerte y vestida con pantalones de corte masculino, Marina llamaba la atención en las calles de la ciudad las pocas veces que salía de casa. En los últimos años, y debido a su profunda sordera, solo se comunicaba por mensajes telefónicos. Hasta su muerte siguió recibiendo los 233 euros que su marido mereció por la medalla al valor ganada por una hazaña durante la guerra. Sus vecinos y su amiga Julia Cadavid la cuidaron hasta hace unos meses, que un sobrino la llevó a residir en una residencia de Madrid en donde ha fallecido a los 95 años, llena de curiosidad y amor por la vida.

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