Cartas al director

Mi abuela

De los doce a los quince años de mi vida las cosas pasaron a tener una valoración y color distintos; diariamente aparecían cosas que, a pesar de estar notoriamente ante mis ojos, pareciese que nunca antes las había visto.

Mi abuela pasó de tener vital importancia a ser un objeto inanimado más de la casa. Mis padres apenas hablaban o le dirigían la palabra solo para regañarle o que dejara de molestar o mismo se callase. Solo atendíamos su conversación mi hermano menor, que tenía cuatro años menos y yo.

Sobre todo los sábados y días de fiesta a ella acudíamos con mil zalamerías para que nos diese algún dinerillo para nuestros gastos, cada vez mayores.

Nuestros padres pasaban olímpicamente y nos daban una asignación fija que apenas cubría las más mínimas necesidades. Los tiempos cambian igual que las aficiones. Igual que las costumbres y necesidades que nos imponía la sociedad.

Solíamos pasar a la sala de fiestas al menor descuido de los porteros. Y nuestro vicio era tomarnos un Cacaolat caliente y muy contadas veces una hamburguesa, que era el mayor despelote posible, vamos, lo más de lo más.

No se sabe quién fue el inventor, pero un domingo los cuatro de la pandilla aparecimos a primera hora de la mañana, no bien empezada la feria, con una caja de plástico llena de grelos, perfectamente amañados en ramos, pidiendo permiso al vendedor de cereales y patatas de conocida solvencia si podíamos ponernos a su lado para la venta de dicho producto. Alabó nuestro interés mercantil e incluso nos señaló el precio que debíamos pedir.

Tuvimos suerte, pues eran unos grelos muy buenos y casi recién cogidos -al acabar el baile ya de madrugada- y una señora nos dio doscientas pesetas por todos ellos, 

La cuenta justa para una hamburguesa y un Cacaolat en el bar de costumbre: 50 pesetas por barba.

En casa, mi madre se quejó acusando de que en la huerta había entrado gente y llevado unos grelos y había sido sin duda alguna con prisa, pues estaban mal cortados, tal cual como si fuese yo.

Mi abuela por varias veces dijo y repitió, mirándome fijamente a mí, que debía de estar más que rojo, que el ladrón estaba en casa pero, como siempre, ni caso alguno le hicieron.

Por eso, ahora, al acordarme de mi abuela, siempre me viene al recuerdo aquellos grelos.