Cartas al director

Las fiestas veraniegas

Tras una fiesta veraniega hay que descansar. Luego despierto con la suave percusión de burbujas que estallan en la profundidad de mi cabeza, mientras las minúsculas tensiones se disipan en un nuevo día. Nada ha cambiado. Un toque de calidez me acaricia la mejilla. Fuera, un pájaro pía con elegante simplicidad.

Me levanto y echo un vistazo por la ventana. Es como si toda mi vida anterior hubiera sido un sueño confuso. Pero ahora gozo de claridad. Hay una frescura vigorizante en el aire aunque el sol ya empieza a salir. Husmeo como un sabueso el desconcertante aroma del optimismo. Después de vestirme apresuradamente con expectación ante el día que me espera, abandono la claustrofobia de mi habitación y salgo a la calle a disfrutar de un paseo matinal.

El ritmo entrecortado de mis pies encaja con el latido omnipresente que resuena por la calle. Las palabras corren inútiles a través de mi mente sin mapa. Veo el deleite de una niña al dar comida a las palomas. Pienso que por hoy al menos la tierra mantiene su promesa del mañana. Los brotes nuevos que suavizan las extremidades de los árboles y un verde sutil apunta hacia arriba entre las grietas del pavimento. Luego empiezo a notar que los cimientos de esta mañana veraniega perfecta se echan a temblar. Noto las sombras al acecho. Mi estómago gime, nervioso. Siento tristeza. Pero sólo es el tirón delicado de la nostalgia. Me río de mi propio sentimentalismo. Hago caso al urgente gruñido subterráneo de mi cuerpo y me voy a comer. El verano tiene infinidad de reflexiones y vivencias.