Opinión

El artistiña del NODO

Hace sesenta años, cuando yo era un niño que se debatía entre ser de Ourense o ser de Pontevedra, en los inicios de una vida que habría de oscilar siempre entre dos polos, entre el mar y la montaña, entre unos y otros, entre estos y aquellos, de forma que opté siempre por ambas realidades ocultas -me refiero ahora a las que lo hacen en unas palabras tanto como en otras; espero que me entiendan, entre las que se posan a la izquierda y las que se encaraman en la derecha- en aquellos años, el protagonista principal de las películas de las tres y media de los domingos en el cine Losada, o en el Xesteira y el Mary, el Principal o el Avenida, era conocido entre los de mi edad como "el artistiña". Cada vez que se emprendía una galopada y el malo era perseguido por el bueno, o al revés, pateábamos el suelo de un modo que se diría frenético y gritábamos dándonos ánimo: ¡Hala, artistiña! ¡Hala artistiña! En Pontevedra el artistiña era llamado "el chico". Pero era el mismo protagonista, idéntica la cabalgada y similares el pataleo y la esperanza.

Eran los tiempos del NO-DO protagonizado siempre, o casi siempre, por aquel inaugurador de pantanos que se llamó Francisco Franco a quien en Ourense conocíamos como "el artistiña del NO-DO", dicho fuese en baja voz, pues su persona era siempre, siempre e indefectiblemente, el tema central del noticiero documental. De entonces a hoy media un mundo.

Se dice en el budismo que se pueden mover montañas, desplazar rocas, alterar el curso de los ríos, en suma, cambiar los paisajes pero que lo que no se puede hacer es cambiar la naturaleza humana. Ahora llevamos semanas, quizá meses, en los que el artistiña del NO-DO ha vuelto a las pantallas, esta vez de la televisión. Aparece en ellas a todas horas. Lo hace con preferencia en los telediarios y en las tertulias con mayor índice de audiencia y siempre, siempre, con un gran afán repetitivo, con un machaconeo de cruces alzadas, de palios procesionales, vírgenes condecoradas, brazos extendidos y banderas victoriosas, cuyas imágenes gozan de una permanencia y frecuencia en  pantalla digna de mejores causas al lado o alternándose con las del caudillo invicto.

Mientras todo eso discurre ante nuestros ojos y de paso también vemos como un bárbaro asesina a un joven dándole una patada en la cabeza, como una pareja fornica en plena calle o como otra compuesta por dos descerebrados la emprenden a coces con un conductor de autobús que, ¡oh, osadía: pretendió cobrarles un billete. El resto son borracheras, madres secuestradoras, padres maltratadores, animalistas en plena berrea seguidos de un sin fin de buenismos edulcorantes de una realidad que, es muy de temer, se nos esté yendo de las manos. Bruselas, mientras tanto, nos dice que hay que recortar sueldos y derechos laborales -los de todos nosotros, pero no los de quienes por allí pululan- y yo harto de todo ello, abandonando la pantalla del televisor, me voy a Lugo a disfrutar de su atardecer cálido y de la recuperación de mi memoria.

Mi padre siempre me había hablado de la familia de su madre, de los Vés Losada y de una tía abuela suya casada con el boticario que regentó la Farmacia Central que habría de heredar Julio Castro Vés, antes de que, llamémosle el azar, se la llevase de las manos para que fuesen otros quienes la regentasen. Dos buenas amigas habían convocado a quien desciende de la misma gente de la que yo vengo por esa parte de mi ser y me vincula a los Vés. Mi padre era Conde Vés y ahora sé quien es Fernando y el vínculo que nos une. Sé quién fue Julio Castro Vés, boticario y librepensador, a quien los gorriones se le posaban en los hombros mientras paseaba para comer lo que él les ofreciese en las palmas de sus manos. Julio Castro Vés era masón y anticlerical y un hombre de bien a todas luces. Su padre había sido contertulio de don Nicolás Salmerón, presidente de la I República Española, que prefirió dimitir de su cargo antes que tener que formar seis penas de muerte. Regresé a casa dueño de una especie de placidez que confieso sin rubor, acompañada de una tristeza que la tertulia de antes de comer que se emitió hoy por "la 4" volvió a poner en evidencia a cuenta de otra nueva emisión de las imágenes comentadas hace unos cuantos párrafos. Verán por qué.

Después de ese, llamémosle encuentro familiar con parte de un pasado del que también soy consecuencia, nos acercamos a la vieja cárcel de Lugo, hoy restaurada y abierta al público, en la que se muestra lo sucedido en ella durante la guerra y la posguerra. Las altas paredes de una de las celdas están totalmente ocupadas por todos los nombres de quienes las ocuparon en esos tiempos. Se trata de un emotivo homenaje, similar al que en Arlington recuerda a los caídos en Vietnam e igual de impresionante. Allí están los nombres de Julio y Bienvenido Castro Vés.

Quizá esa exposición, ahora que tanto se debate la memoria histórica (unos que arre, otros que so, siempre las palabras agobiándonos) debiera de tener no el carácter temporal que le supongo sino el permanente que se merece. ¿Qué argumentos esgrimir para ello? Pues los mismos que hacen deseable la permanencia de otras cárceles en que fueron otras palabras las que sirvieron para asesinar seres humanos. Sigue siendo cierto lo que Castellio le dijo a Calvino: "Matar un hombre, es matar un hombre" o lo que dijo El Ángel Rojo en el Madrid del 36: "Se puede morir por una idea, pero no matar por ella". 

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