Opinión

El sueño de los repollos

Habrán pasado tantas cosas desde que escribí estas líneas que casi podría alegrarme de no haber escrito nada sobre ellas, sobre esas cosas que pasaron y a las que, hoy, ya nos hemos acostumbrado. Tan hechos estamos ya a tragar de todo. Lo que hoy me preocupa es el jardín, la huerta o como quieran llamarle. Me refiero a ese pequeño pedazo de tierra que es mío, en el que tantas vidas he plantado y ya tan pocas se conservan. Veo el cedro, contemplo el abeto que entró en esta casa durante las primeras navidades que pasamos en ella y sé que el tiempo ha sido inexorable. De ser poco más que unas crías de árboles se han convertido en dos inmensos y majestuosos ejemplares.

Como las navidades nunca han sido de mi más entera y completa devoción, en el que más se detiene mi mirada es en el cedro. No tenía ni un metro de altura cuando lo planté en sustitución, primero, de uno que había traído de por donde los altos del Golán, un cedro del Líbano de los que tanto habla la Biblia, creo que en el Cantar de los Cantares y, después, de tres que había arrancado previamente en el monte sagrado japonés, en el Koya Sam, donde descansan los emperadores y los poetas, Matsmo Barho entre ellos. Todos ellos se secaron sin llegar a desarrollarse como este que, cuando lo contemplo, me recuerda la araucaria de don Ramón Otero Pedrayo, con la madera del cual se dispuso el ataúd en el que este habría de ser inhumado para recordarnos lo que dijo Antonio Machado: que el golpe de un ataúd en tierra es algo perfectamente serio. Pues eso.

He arrancado árboles por medio mundo adelante y los he trasplantado a mi huerta. Casi todos prendieron. De una de las casas chilenas de Neruda me traje una araucaria que, cuando tenía tres o cuatro metros de altura se la llevó una helada de las que caen por aquí cada no sé cuántos años. Con ella se fue un framboyán que, curiosamente, no había robado sino que me lo había regalado en La Habana quien con más impunidad podía hacerlo. Sobreviven, en cambio, un arce que traje de la tumba de Kafka, otro más que vino de la casa de verano de Nabokov, cercana en cien kilómetros a San Petersburgo, un serval de la tumba de Mastmo Basho, el de los haikus, y algunos otros digamos que de menos renombre, pero tan amados como estos que les digo. De vez en cuando, tal y como lo estoy haciendo, escribo sobre ellos. Lo hago más ahora, cuando me limito a contemplarnos, desde la galería del estudio en el que escribo, sin acercarme a ellos por ver si es verdad que respiran cada ocho segundos y duermen a determinadas horas. Me enteré hace unas semanas de que respiran y lo hacen con ese ritmo, pero que duermen lo sé desde niño. Me lo dijo mi padre.

Samuel González Movilla, el que fue dueño del balneario de Baños de Molgas, estudió medicina con mi abuelo Luis y ambos mantuvieron una amistad fraternal durante todas sus vidas. Samuel solía venir hasta Allariz y, en las tardes como las de ahora, gustaba de ir a echarse una siesta en la finca de Vilanova que entonces era de mi abuelo. Solía hacerlo cerca de la orilla del río, al lado de una plantación de bambúes y cerca de un pequeño puente que, sobre un entrante del río en la finca, un remanso, algo así, había construido mi tío Raúl. A veces, los niños entraban en tropel en la finca y Samuel los reprimía: "Calai, que están durmindo os repolos!" les decía. Me lo contó mi padre, dándolo por cierto, y desde entonces supe que así era. Fue mucho antes de que lo descubrieran los científicos. A mi padre le creí casi todo lo que tuvo a bien decirme.

Amo el otoño, su plenitud. Sé que muchos lo asocian con la decadencia, lo califican como la antesala del invierno y con la decrepitud de todo, pero yo opto por la diafanidad del aire que nos es ofrecida cuando los alisios comienzan a llegar más sosegados y lo asocio con la luz que ofrecen los castaños al amparo de sus hojas. Amo el otoño, los frutos que nos regala, las doradas hojas esparcidas por el suelo, el olor al vino que fermenta en las bodegas, los últimos vuelos de las golondrinas y si ahora mismo, a esta última hora de la tarde, llegase a mis oídos el canto de un carro que viniese cargado de hierba, podría sollozar como un crío al saber que todo pasa y ya no vuelve.

Hace unos años, cuando mi hija más pequeña era una niña, vimos, cerca de casa, como una ternera que había vivido en la cuadra desde su llegada al mundo era liberada en un prado que le había estado vedado hasta entonces todavía no sé hoy porque motivo. Fue dramático. Sus pezuñas eran coma las uñas de un mandarín chino. Se habían desarrollado, creciéndole en curva ascendente, acaso como la espiral de Fibonacci, de modo que le impedían saltar como ella pretendía hacerlo llevada a impulsos del gozo de la libertad recién concedida y eran como patines que la deslizaban sobre la hierba en aquel prado que descendía con suavidad hacia poniente. Cuando vi esto que recuerdo, supe que el mundo había cambiado y que yo procedía de otro que ya podía considerar perdido. Desde entonces la vida se me convirtió en un dulce y breve descenso como el del prado del que pudo disfrutar aquella vaca enana, antes de ser devuelta a su encierro, en medio de las risas, dijeron que para poder recortarle las pezuñas. No volví por aquella casa, no sé qué habrá sido de la vaca, si vivió o si fue directa al matadero. Pero aprendí, por si tenía alguna duda, que todo debe llevar el ritmo que la vida nos señala y que el ver caer las hojas en otoño es ver que comienza la renovación de todo aunque en principio parezca que se acaba.

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