Opinión

Las páginas y las horas

Breve tiempo de brevas. Cuando la higuera estaba viva y durante las primaveras podía contemplar los nuevos brotes, aquellas hojitas que parecían orejas de ratón o de murciélago, hace años, en este mes que se acaba en estos días ofreciéndonos una luna roja y la primera lluvia de fugaces, la higuera ya había ofrecido las brevas que se comían los mirlos de pico anaranjado y las oropéndolas llegadas desde no sé qué zona africana.

Era una hermosa algarabía. Las oropéndolas, que en gallego llamamos ouriols y, en gallego de por aquí en donde yo vivo, se conocen como vichelocreghos, revoloteaban luciendo los colores de sus plumas negras y amarillas mientras daban chillidos no sé si de ansiedad o de alegría en tanto que los mirlos, más circunspectos, se dedicaban a lo suyo. ¿Qué era lo suyo?: picotear las brevas sin decir ni pío. Los mirlos sin duda eran todos aborígenes.

La higuera se secó, le entró una peste que le afectó, primero a ella que ya estaba aquí cuando yo llegué a esta casa, y luego a las otras que yo había ido plantando y que no daban brevas, pero sí unos higos sabrosos como pocos que yo haya comido. La higuera, que intentaba meter sus ramas, para hacerme oler sus hojas e invadirme el estudio en el que paso más de las tercera parte de mis días, daba unos higos insípidos y secos, ajenos a cualquier dulzura, tan ajenos que ni oropéndolas ni mirlos acudían a picotearlos entre revoloteo y revoloteo; a lo mejor es que, entonces, aquellas ya habían regresado y estos estaban ocupándose en vigilar las lindes de los bosques que se encaminaban ya al otoño.

Ahora no tengo higuera que llene con su sombra fría el lugar en el que escribo, ni otro alboroto que uno cercano, producido por un grupo de niños vecinos que gritan a lo largo de los días mientras no se si juegan o pelean; tanto lo hacen que a veces los bendigo y en ocasiones hacen que venga a mi memoria aquel sacristán que se ofreció a darle verosimilitud al domingo de ramos y recorrió las calles, a lomos de una burra, impartiendo una estática y contenida bendición, el brazo suspendido, la sonrisa hierática, hasta que los niños se percataron del engaño y lo corrieron hasta que encontró refugio sacro. Deixade, deixade que os nenos se acheguen a mín que o primeiro que colla hase acordar de min máis que da nai que o botou ó mundo, fue el comentario más evangélico que brotó de su boca, algo retorcida a causa de la sonrisa hasta entonces mantenida.

Ahora no tengo higuera que me proporcione sombra y entonces salgo a leer debajo de un magnolio que también da una buena y la ofrece espesa aunque menos fresca y nada traicionera. Llego me siento debajo de él y leo.

Dejé de hacerlo ahora mismo, justo antes de empezar estas líneas apretadas de calor y de añoranzas de pájaros y hojitas como orejas de ratón, para hablarles a ustedes del libro que estoy leyendo, que estaba leyendo y que he de continuar haciéndolo. Lo editó unamasunoEDITORES, se titula "En Blanco" y lo escribió Manuel Mandianes… el de Loureses.

Nunca estuve en Loureses, pero ya sé que la casa familiar de mi amigo Manolo, el antropólogo que participaba en Luar, el programa de Gayoso, autor del libro que estoy leyendo, uno más entre los suyos, en esa casa, los abrevaderos de los caballos, aquellos que estaban en el patio, están ahora llenos de plantas y están las viejas cuadras convertidas en salones, ocupadas de sillones y sofás en los que poder sentarse para dialogar en calma, sentados y con sensatez, del mundo que ya se acaba. Ya sé, también, que el resto de Loureses está lleno de tejados que se han venido abajo, de lumes que se han ido apagando y que en los otros patios de las más de las casas crecen arbustos y zarzas y que en los viejos gallineros paren ahora las zorras mientras en los nidos de las golondrinas, también abandonados, habitan ahora los ratones.

El caso es que en la vieja casa petrucial encontró el autor un viejo manuscrito y se fue a leerlo, no sé si a la sombra de una higuera, pero si a la de una sombra revivificante, plena y curiosamente luminosa. El de Mandianes no sé si es una novela o si es un libro de memorias, pero sé que está escrito a borbotones. Se recogen en él las experiencias del autor durante los cinco años que permaneció en Colombia en su condición de sacerdote católico misionero en aquellas tierras en las que la guerrilla y el ejército cometían las mismas barbaridades, aquellos en nombre de una verdad, estos en nombre de otra no menos contundente. Llevo leídas medio centenar de páginas y ya sé que el libro de Mandianes ha de seguir acompañándome mientras siga el verano y yo continúe acudiendo a leerlo debajo del magnolio, habitado, aún y ahora, por esas flores de un blanco inmaculado que dicen que no huele y que yo juraría que arrecenden. 

También "En Blanco" tiene aroma, este de verdad o de autenticidad, si lo prefieren. Les recomiendo que lo lean, Empiecen por el espléndido prólogo de Luis Alberto de Cuenca en el que se explica, para los que no lo conozcan, quien es Manuel Mandianes y sigan después leyendo a través de ese hervidero de verdades y de sensaciones que es el libro en su conjunto, un libro excepcional como excepcional es su autor según el prologuista nos indica sin decir mentira alguna.

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