Opinión

No solo son ellos

Pretendemos que no llueva el sábado porque se nos casa la niña y entonces le llevamos huevos a Santa Clara. Si lo que deseamos es que el chico nos saque las oposiciones a notarías, le hacemos un trisagio a San Benito (recomendablemente al de A Barreira, en Allariz, que tiene toda la barba; nada de recurrir al San Benitiño de Lérez que es barbilampiño y por mucho que nos digan). Si de lo que se trata es de encontrar las llaves del coche, rápido responso a San Antonio. Se lo recuerdo, empieza así: Si buscas milagros, mira/ muerte y error desterrados,/ miseria y demonio huidos,/ leprosos y enfermos sanos./ El mar sosiega su ira,/ redímense encarcelados,/ miembros y bienes perdidos/ recobran mozos y ancianos./ El peligro se retira,/ los pobres van remediados… ahora sigan ustedes y verán como las llaves aparecen. 

Estamos acostumbrados al soborno y educados en la compra de favores a costa de un pequeño esfuerzo delegando el propio tan solo en la compra de la voluntad ajena. Si se nos muere la abuela pagamos la compra de unas cuantas indulgencias para que, dado el agrio carácter del que la vieja disfrutó en vida, salga del Purgatorio cuanto antes. Si no nos gusta el pescado, pagamos una bula que nos dispensa de la prohibición de comer carne los viernes. Si al niño se le atascan las matemáticas, ya sabemos que el profesor F. es receptivo al trasvase de jamones. Y si nuestra amiguita del alma quiere un master para hermosear su currículo ya sabemos que, concediéndole una subvención al departamento X de la Facultad Y en la Universidad Z nuestra amiguita va a conseguirlo sin excesivo esfuerzo. Así se escribe nuestra historia colectiva. 

Nos regimos por la Ley del Mínimo Esfuerzo entendida de la peor manera posible y, de ese modo, es como la entiende la mayor parte de nuestra sociedad. Esperamos siempre que, si no lo son los santos, sean los amigos los que nos solucionen la vida olvidando que sí, que es posible que unan sus esfuerzos a los nuestros, empujándolos, pero no supliéndolos. Nos amparamos en el grupo, en el colectivo, sea este ideológico o confesional, asistido de toda la corte celestial precisa, o de los altos dirigentes partidarios precisos en cada caso, local, provincial, autonómico o estatal.

A estas alturas no son los políticos, ni los religiosos los culpables de la corrupción, sino que es el conjunto de la ciudadanía la que colabora a ello. No es solo el Estado el que nos fríe a impuestos; es el fontanero o es el antenista, es el banco que te cobra por ingresar dinero en tus cuentas o comisiones injustificadas sin que la fiscalía actúe de oficio; es la compañía eléctrica que sube el recibo porque no llovió y vuelve a subírtelo después de que haya llovido y de haberte anegado los mejores valles agrícolas para que ahora tengas que comprar las verduras cultivadas bajo un mar de plástico. Es la multinacional de la comunicación que te cobra servicios que no te presta o lo hace deficitariamente incumpliendo los contratos que te ha hecho firmar cuando necesitaste sus servicios y no tenías otra a la que recurrir. Claro que hay políticos corruptos, o desaprensivos ingenuos, que se dejan llevar por la vía cómoda una vez llegados a ciertas alturas de su vida profesional como tales. Pero tan corruptos como ellos, o más, porque no son presa de la vanidad o de la soberbia, sino del ánimo de lucro, son los docentes y los funcionarios universitarios que se prestan a responsabilizarse de unos actos que suponen que nadie advertirá dada la impunidad tantos años disfrutada.

Todo nace, crece, se desarrolla y muere. Incluso las constituciones en las que los países basan su convivencia ciudadana. También la nuestra, la del 78. Manuel Fraga argumentó más de una vez que todas las constituciones españolas habían sido llamadas al fracaso porque ninguna de ella se había atrevido a afrontar la reforma del Senado y que así le sucedería a la actual. Esa razón sería suficiente para proceder a su reforma introduciéndole enmiendas. Pero es que, además de eso, mientras la ley electoral obligue a las listas cerradas induciendo así la profesionalización de los políticos y las nefastas ocupaciones en las ahora se emplean no pocos de ellos; mientras la ley de financiación de los partidos siga siendo la que es propiciando las contabilidades B; mientras las circunscripciones electorales sigan siendo las que son y las provincias no desaparezcan o mientras no se regulen las autonomías en consecuencia con las lenguas y las culturas que se desarrollen en cualquiera o en todas ellas, aquí poco habrá que hacer, nos cueste admitirlo o sea fácil hacerlo. Este país está necesitado de reformas. Europa nos ha ayudado mucho en los años aurorales de nuestra democracia, es cierto; pero nos está condenando ahora a convertirnos en un país de servicios que emplea camareros en su propio territorio (¿qué pasará cuando no seamos competitivos con el norte de África?) y produce médicos, ingenieros, químicos, científicos o cualesquiera otros profesionales bien formados, hasta marinos civiles (ahora que ya apenas tenemos flota) que trabajan lejos de casa mientras nuestra realidad se debilita ayudando a mantener la estructura que así nos doblega y determina en tanto que son nuestras propias leyes las que nos inducen a creer que es nuestra propia manera de ser, nuestra idiosincrasia la que así lo hace.

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