Opinión

De toros y letras

Cuenta Lichtenberg, Georg Christoph Lichtenberg, científico eminente, catedrático en una de las mas reputadas universidades alemanes del siglo XVIII, que antes de la Revolución Francesa los perros de caza del rey de Francia recibían por sus servicios –ya saben, levantar perdices o faisanes, acosar jabalíes, portar conejos o patos moñudos, ventear ciervos- un sueldo superior a los de la Academia; dicho de modo más contundente y claro: los perros de caza del rey cobraban cuarenta mil monedas y los académicos treinta mil.

Her Lichtenberg aclara que mientras el número de perros de su majestad era de trescientos, sin especificar razas, el de académicos, se supone que todos con pedigrí francés, estaba limitado a treinta. Si me salen bien las cuentas, en tanto que los fieles servidores caninos suponían mensualmente un gasto de doce millones de las monedas al uso, fuesen éstas luises de oro o soles del tiempo de Luis XV, los académicos se quedaban en unas escuetas novecientas mil. 
Sucedía esto en la Francia de la Ilustración, en la que fue faro cultural de Europa hasta mi no tan lejana adolescencia cuando, el hecho de estudiar inglés, era cosa propia de horteras y contables con manguitos negros; dicho sea y recordado con total respeto a aquellos profesores mercantiles surgidos de las Escuelas de Comercio antes de que pasasen a ser llamados y valorados como economistas. Fíjense en cómo anda el mundo desde entonces.

Quiero decir que antes estudiábamos francés, leíamos a Sartre y a Camus, escuchábamos a Barbara y a Juliette Greco, a Moustaki y a George Brassens y admirábamos a Monet y a Manet, a Cezanne y a Gauguin, mientras veíamos películas de Jacques Tati o Trintignant y valorábamos la política de Charles De Gaulle o Francois Mitterrand. Eso sucedió antes de que nuestras referencias pasasen a ser Rotko o Warhol, en pintura, Sylvester Stallone o Arnold Schwarzenegger, en eso que pese a todo sigue siendo llamado el séptimo arte; antes de que tuviésemos que contentarnos con Donald Trump con el hijo de George Bush en la política. Señalen ustedes mismos la diferencia que estimen oportuna.

Bromas aparte, podremos considerar lo que va de ayer a hoy. Aunque pensándolo bien no vaya tanto. Mientras un Premio Nacional de Literatura en cualquiera de sus tres versiones actuales, Poesía, Ensayo y Narrativa, está dotado con treinta mil euritos, el de tauromaquia, entre otros, lo está con cuarenta mil del ala, seguramente en razón de los escuetos emolumentos que perciben los matadores de toros antes de proceder a cortarse la coleta. ¡Como se valoran los cuernos, madre mía, cómo la cuernocracia se impone y nos arrastra!

Si el rey francés valoraba más a sus canes que a los académicos de Francia no nos debe sorprender que por aquí, no el rey, que ni reina ni gobierna, sino que está ahí, precisamente de rey, lo que no es poco, pero sí el Gobierno de España que sí gobierna (y hay que ver cómo) sea el que fijó las tarifas y fuese este o fuese otro anterior, no nos debe de extrañar que se valoren más los toros que las letras. Debiéramos de estar ya acostumbrados.

Sin embargo no lo estamos, ni siquiera estamos resignados. La política cultural seguida por los últimos gobiernos españoles, intensificada de un modo que se diría notable por el que hoy se halla en funciones, recuerda mucho aquella historia orensana que tantas veces pude escuchar siendo yo niño. Se narraban en ella las venturas y desventuras de un médico que, si lo recuerdo bien, era hermano del pintor eximio que fue Parada Justel. Puede que recuerde mal así que espero no soliviantar a descendiente alguno de tan preclara e ilustre familia; en todo caso, seguro que Rego Villar ha de aclararme las dudas.
Se decía que el extravagante ciudadano y acreditado galeno se había empeñado en que un asno de su propiedad se acostumbrase a comer virutas de madera; tan despreciadas entonces que, las producidas en las serrerías, se regalaban para que con ellas fuesen encendidos los braseros y las cocinas llamadas bilbaínas ayudando a las carqueixas, en aquellas, en estas a los leños de carballo.

A tal fin acostumbró primeo al burro a ver el mundo a través de unas gafas de sol armadas con cristales verdes de modo que las virutas pudiesen ser confundidas con tiernas hierbas campestres. Cuando ya parecía que el burro, por fin, ya se había acostumbrado murió repentinamente y nunca se dirimió de manera convincente si la suya había sido una muerte “morrida” o una muerte “matada”, o sea, natural o provocada.

En ocasiones se pudiera pensar o bien que la consideración en la que nuestros gobiernos tienen a los artistas y a otros y diversos agentes o creadores culturales, fuese la misma que el rey de Francia tuvo para con sus académicos, o bien que la que deparan a los que se dedican a entretener al personal consista en ponerles unas gafas de cristales verdes que les ayuden a confundir el culo con las cuatro témporas del año, la viruta con la hierba y el pan de hoy con el hambre de mañana en un país en el que su patrimonio monumental consigue incitar la presencia masiva de un turismo receptivo a él o el mundo del libro aporta el uno por cien del producto interior bruto nacional.

¿Entonces, para qué luchamos? Contestó Churchill a su oposición cuando esta le echó en cara que, estando el país en guerra, mantuviese unos presupuestos para la cultura iguales a los que habían sido mantenidos en época de paz. ¿Para que vivimos nosotros si no es para mantener nuestra propia visión del mundo, nuestra propia convicción sobre las relaciones humanas, es decir, nuestro propio sentido de la convivencia, al tiempo que nuestro modo de relacionarnos, de ver y de comer, de bailar y de cantar, de relacionarnos con nuestros muertos, moler el trigo, represar los ríos, escuchar el canto de los pájaros o silbar a los árbitros en las tardes aciagas de demasiados domingos?

Hagamos, pues, un censo de perros y de burros y atendámoslos como es debido, pero llevemos cuentas de quienes son los encargados de transmitir la memoria, de guardar las viejas formas e incorporar las nuevas que necesiten ser creadas para que no suceda con nuestras vidas lo que sucede cuando se deja de pedalear en una bicicleta: que esta se para y tu te vienes de ella abajo… que es lo que nos está pasando, que nos estamos viniendo abajo.

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