Opinión

Los curiosos abuelos que me leen

Cada vez que paso página y empiezo a escribir durante las dos horas que me puede llevar una de estas evocaciones semanales –conste que a veces ocupan más tiempo, cierto que en ocasiones necesitan menos- cada vez que lo hago, pienso en los lectores que puedan tener. Entonces soy consciente de que han de ser los de mi edad quienes se interesen por ellas. No me parece mal. Algún lector joven, uno de esos seres raros que se preocupan de como fue la ciudad que aman en tiempo de sus abuelos, en qué se entretenían estos y cómo se comportaban, también se adentrará en ellas, en estas evocaciones, y habitará un tiempo que de otro modo nunca hubiera sido suyo.

¿Y quienes podrán ser los abuelos curiosos, puesto que los jóvenes ya ni siquiera puedo imaginármelos? Pues la gente que vivíamos alrededor de la Alameda del Crucero, alguna del Parque de San Lázaro, unos pocos de las dos calles que llamábamos del Paseo y que en realidad eran, si bien recuerdo, la de José Antonio y la de Calvo Sotelo. ¿O no? La verdad es que no estoy nada seguro.

De lo que sí lo estoy es de que, cada vez que regreso a Orense, más menudo según avanzan los días y van pasando páginas, es obligado que desde el parque de San Lázaro, mejor dicho, desde las desaparecidas confitería Ramos y la heladería La Ibense, camine hasta la Viuda de Lisardo, ida y vuelta, una vez al menos. Helado de nata y fresa, cambio de cromos obligado.

Recuerdo las caras y no todos los nombres de las gentes que habitaban en los alrededores de la casa de mi abuela. Las dos Marinas, una en el Hotel Alameda, otra enfrente mismo. Una de las dos me tenía sorbido el seso, no diré cuál, pues la cabra siempre tira al monte aún siendo de una edad temprana. Recuerdo los perros pequineses de los hermanos Miranda y lo hermosa que me pareció siempre María Victoria, puerta con puerta en el mismo rellano de escalera, la que fue esposa de Carlos Vázquez, mi profesor de francés en el Instituto del Posío y dueño de Tanco, en la calle del Paseo, la librería mítica, al lado de Calzados Layton. Por ahí andaba mi gente, la que puede ahora leer estos desvaríos de mi ánimo pues así lo siento cuando lo dejo ir por la senda del recuerdo.

El resto serán las gentes con las que compartí colegio, primero en los salesianos del Padre Peiteado, que había casado a mis padres, y del Padre Saburido que era arquitecto y perpetró la iglesia que aún perdura después de tantos años y de que nuestros padres pagaran tantas primeras piedras; luego los del Calvo Sotelo. Esos serán los que más, imagino yo. Cuando vives en un internado varios años, tus compañeros acaban siendo tu familia y los lazos establecidos firmes y fuertes como cabrestantes de navío, esos que tiran casi tanto como… en fin, dejémoslo.

Eran los tiempos del Carrito. El Carrito era como aún se les llamaba a los autobuses urbanos cuando estos ya eran todos rojos y tenían paradas asignadas. Pero yo todavía lo recuerdo cuando recorría desde la estación de ferrocarril, que entonces estaba todavía en el Puente, en el lugar en el que después, no sé si aún hoy, ocupó la Escuela Normal del Magisterio, antes de ser trasladada al lugar actual, el de la Estación de Orense-Empalme. ¿Se sigue llamando así?

El carrito era un pequeño autobús destartalado que no arrancaba hasta estar completamente lleno, cruzaba el Miño por el Puente Viejo, continuaba por la calle del Progreso y llegaba hasta Mariñamansa. Siempre estaba a tope. Tenía la peculiaridad de que siempre paraba en donde cualquier pasajero necesitase hacerlo o en donde cualquier aspirante a serlo levantase la mano para indicarle su deseo.

¡Ah, el Carrito! En el Calvo Sotelo teníamos un compañero que como vivía en Almendralejo no siempre iba a su casa en vacaciones. Lo recuerdo como un tipo algo atravesado, aceptable estudiante, si bien lo entiendo, con la cara llena de cicatrices por las que nunca me atreví a preguntarle, pero que parecían responder a quemaduras. No sé qué habrá sido de él y, a la altura de los años que calzamos, me pregunto si podré pensar si todavía estará vivo.

Luna Reina eran sus apellidos, si es que no lo confundo con ningún otro compañero, y disfrutaba viajando en el Carrito. La gente a veces tiene gustos extraños, debo empezar por reconocerlo.

Ya dije que el Carrito, que entonces ya era un serio autobús urbano de color encarnado, de aquella no se podía decir rojo como no fuese para insultar a alguien, solía deambular por la ciudad repleto de viajeros. Era muy difícil hacerse un hueco en él. Luna dio con la fórmula para conseguir espacio. Cada vez que en el menú nos servían filetes rusos, hoy llamados hamburguesas, se dejaba caer por la cocina hasta hacerse con un puñado de carne que guardaba con prudencia y celo. Después con o sin permiso se ausentaba del colegio y se subía al autobús.

Situado en la plataforma, asido con una mano a una de las tiras de cuero que colgaban de las barras, metía la otra en el bolsillo interior de la chaqueta para hacerse con un poco de carne picada y acto seguido la tiraba al suelo mientras exclamaba. ¡Joder con esta lepra! La creación de espacio a su alrededor era inmediata y Luna sonreía satisfecho.

Eran tiempos en los que el Padre Damián, el apóstol de Molokai era famoso. Incluso se había hecho una película sobre su vida y la enfermedad maldita todavía estaba presente en nuestra sociedad. La verdad es que en Luna Reina, reinaba una personalidad algo lunática. Ya advertí que era un poco atravesado. Por eso no contaré, nada más de él. Acaso lo haga algún que otro día. Ojalá si, en donde quiera que esté, tiene noticia de que hoy lo hago, esboce una sonrisa como la que lucía entonces, cuando éramos niños y aún no sabíamos nada de lo que se nos venía por la proa. Ni siquiera nos lo imaginábamos.

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