Opinión

Las “nalgas monumentales” de la mamá grande

Hacia finales de 1959, en Bogotá, el escritor colombiano Gabriel García Márquez escribió el relato “Los funerales de la Mamá Grande”: la historia de María del Rosario Castañeda y Montero, conocida como la Mamá Grande. El sorprendente relato dio título a un conjunto de historias, algunas de ellas ya clásicas, dentro del corpus literario del escritor colombiano. La primera edición data de 1962. Sale de las prensas de la Universidad Veracruzana de Xalapa (México). Se adelanta a la figura despótica del dictador que García Márquez consagra en la novela El otoño del patriarca. 

Cuento estrafalario, sorprendente, hiperbólico, en donde el cuerpo femenino de la Mamá Grande es una vívida metáfora de la desintegración de un espacio colonial - Macondo-muy presente en otros relatos de García Márquez. Como lo es Comala en la mágica historia del mejicano Juan Rulfo (“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”), o el condado de Yoknapatawpha de William Faulkner. Macondo es, en la obra literaria de García Márquez, un fulgurante mito: un espacio transido de realidad social e histórica envuelto en un mundo de ficción, imaginario e inimaginable. En este caso, un funeral hiperbólico descrito con imágenes saturadas de realismo mágico, de ironía y humor. 

Poseedora de la tierra y del aire, de los súbditos nacidos y por nacer, la Mamá era la dueña absoluta de las aguas corrientes y estancadas, de las llovidas y por llover. Y de los caminos vecinales, de los postes del telégrafo, de los años bisiestos. Tenía derecho heredado sobre las vidas y las haciendas de los súbditos de Macondo. Era la matrona más rica y poderosa del mundo. Antes de morir, se irguió sobre sus “nalgas monumentales”, y con dislocada memoria, dictó al notario una extensa lista de su patrimonio invisible. Cunden las anécdotas más extravagantes. Una de ella, el momento de la extremaunción. El padre Antonio Isabel - se narra- tuvo que pedir ayuda para aplicarle los óleos en la palma de las manos. Desde el principio de su agonía, la Mamá Grande tenía los puños cerrados. En el forcejeo, la moribunda “apretó contra su pecho la mano constelada de piedras preciosas, y fijó en las sobrinas su mirada sin color, gritando “¡Salteadoras!”.  

Fue espectacular la concurrencia a los funerales de la gran matriarca de Macondo. Sorprendió la llegada del presidente de la República. Es descrito como un viejo calvo y rechoncho. Decretó nueve días de duelo nacional y le rindió honores póstumos en la categoría de “heroína muerta por la patria en el campo de batalla”. Y también acudió el Sumo Pontífice. Le llega la noticia durante su estancia de verano en Castelgandolfo. Presenció el entierro y vio por primera vez “la fiebre de la vigilia y el tormento de los zancudos”. También acudieron al funeral las reinas nacionales de “todas las cosas habidas y por haber”: “la reina universal, la reina del mango de hilacha, la reina de la auyama verde, la reina del guineo manzano, la reina de la yuca harinosa, la reina de la guayaba perulera, la reina del coco de agua, la reina del fríjol de cabecita negra y la reina de 426 kilómetros de sartales de huevos de iguana”. 

Y no faltaron los veteranos de la guerra del Coronel Aurelio Buendía, personaje clave en Cien años de Soledad. Presidió el desfile el duque de Marlborough. Le solicitaban al presidente de la República, acallado el rencor de la guerra, “las pensiones que les debían hacia sesenta años”. Consciente el Presidente del yugo que ejercía sobre sus súbditos la Mamá Grande, y como heroína muerta por la patria en el campo de batalla, decretó nueve días de duelo nacional. A través de los varios medios de comunicación, radio y televisión, se dirigió a sus compatriotas confiado en que los funerales de la Mama Grande se “constituyeran en un nuevo ejemplo para el mundo”. 

Ahora podía el Sumo Pontífice subir al Cielo en cuerpo y alma. Ya había cumplido su misión en la tierra. Y el presidente de la República ya podía sentarse a gobernar según su buen criterio. También todas las reinas “de todo lo habido y por haber” podían casarse, ser felices; engendrar y parir muchos hijos. Y las muchedumbres “podían colgar sus toldos según su leal modo de saber y entender en los desmesurados dominios de la Mamá Grande, porque la única que podía oponerse a ello y tenía suficiente poder para hacerlo había empezado a pudrirse bajo una plataforma de plomo”. 

El yugo colonial de la Mamá Grande lo transfirió Gustavo Petro, presidente de Colombia desde 2022, buen lector de su compatriota García Márquez, al yugo del imperio español sobre sus ciudadanos siglos ha. El de la Mamá Grande, su compatriota, en la parabólica ficción de García Márquez, ha sido no menos real entre sus súbditos. Una perpleja alegoría donde los males que provocó el yugo del gobierno de la Mamá Grande aún sigue presente en los dominios de Macondo. 

(Parada de Sil)

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