Opinión

Una poética del autobombo: los funerales de la Mamá Grande

Excesiva, exagerada, opulenta. Su muerte provocó una conmoción nacional en Colombia. Nombre trepidante, sonoro, de noble alcurnia: María del Rosario Castañeda y Montero. Muerto su padre, a los 22 años se convirtió en la Mamá Grande. Ya desde los tiempos de la Colonia, sus hermanos, padres y los padres de sus padres, formaron una hegemonía que duraba ya dos siglos. Extensos eran sus dominios territoriales: seis poblaciones del distrito de Macondo, espacio clave en el desarrollo de Cien años de soledad, la gran novela de Gabriel García Márquez. La tierra pertenecía a la Mamá Grande. A ella le pagaban el alquiler, al igual que el gobierno, por el uso que los ciudadanos hacían de sus calles. Como sucede en un buen número de relatos de William Faulkner, presentes en los novelistas hispanoamericanos del llamado Boom (Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Vargas Llosa, Alejo Carpentier et alii), el mismo personaje aparece en varios relatos, con idéntica o variada pose o máscara. Prueba la verosimilitud de lo narrado a modo de un circuito de referencias en donde el mundo de la ficción calca, analógicamente, la realidad de la narrado.

Tal ocurre con la presencia del anciano sacerdote Antonio Isabel, figura andrógina que ya delata su nombre De avanzada edad (nonagenario y senil), de paso ligero, está presente en la breve historia de “Un día después del sábado” de García Márquez. En el relato de “Los funerales de la Mamá Grande” ronda los cien años. Habla solo, y es tal su obesidad que fueron necesarios diez hombres para moverlo “desde la casa cural hasta el dormitorio de la Mamá Grande, sentado en su crujiente mecedor de mimbre bajo un mohoso palio”. Y diez hombres fueron también necesarios para subirlo hasta la alcoba de la Mamá Grande. Se había decidido que allí permaneciera para no tener que bajarlo y volver a subirlo en el momento de administrar la extremaunción a la opulenta señora. Se adivinó que aun estaba viva por “la tenue respiración de sus tetas matriarcales”.. 

Apoteósica, y no menos carnavalesca, fue la celebración de los funerales de la Mamá Grande. Todo un festín pese a los 40 grados de calor a la sombra. Allí “mesas de lotería, fritangas, hombres con culebras enrolladas en el cuello pregonando el bálsamo definitivo para curar la erisipela y asegurar la vida eterna”. Gallardos ballesteros despejaron el paso de las autoridades. En el entierro se vio un solemne desfile de allegados de la Mamá Grande: “gaiteros de San Jacinto, bananeros de Aracataca, hechiceros de la Sierpe, contrabandistas de Guacamayal, lavanderas de San Jorge, pescadores de perla del Cabo de la Vela, atarrayeros de Ciénaga, camaroneros de Tasajera, brujos de la Mojana, salineros de Manaure, acordeoneros de Valledupar, chalanes de Ayapel, papayeros de San Pelayo.

No menos vistosa la variopinta comitiva que llegó al entierro de la Mamá Grande. Acompañaban al Sumo Pontífice el rojo cortejo de los cardenales. Quedaron impresionados, en su viaje a Macondo por la bullaranga de los monos, alborotados por la muchedumbre. Y no menos llamativa la gran variedad de vendedores de comida. Congestionaron las calles de Macondo con su gritería y con sus ventas: bollos, morcillas, chicharrones, empanadas, butifarra, buñuelos, hojaldres, longanizas, mondongos, cocadas, guarapo. Allí presentes los “doctores de la Ley” y los “alquimistas del Derecho”, duchos hermenéuticos y ágiles en los trazados verbales de silogismo. Justificaban la presencia del presidente de la República al funeral de la Mamá Grande. Le acompañaron sus ministros, los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, los jueces del Consejo de Estado, los representantes de los partidos políticos tradicionales (Liberal y Conservador). Y la banca, y el comercio y la industria.     

Llegó precedido por una gran comitiva de peones que divulgaron urbi et orbe la muerte de la Mamá Grande. Esperaron el suspiro final durmiendo amontonados sobre sacos de sal y los aperos de la labranza. Y la asistió en su último trance el único médico de Macondo. Laureado por Montpellier, era contrario por convención filosófica a los progresos de la ciencia. La Mamá Grande le había otorgado el privilegio, como médico hereditario, que se impidiera el establecimiento de otros médicos en Macondo. Alivió a la moribunda “con cataplasmas de mostaza y calcetines de lana”. A su lado Magdalena, la sobrina menor de la Mamá Grande. Renunció a su herencia a favor de la Iglesia. Su tía le dejó en compensación un anillo con el Diamante Mayor. Aterrorizada por las alucinaciones pedio al padre Antonio Isabel que la exorcizara. Se rapó la cabeza y renunció a las glorias y vanidades del mundo. Ingresó como novicia en la Prefactura Apostólica. Ejerciendo el derecho de pernada, los varones de la extensa familia de la Mamá Grande habían dejado una descendencia sin apellidos a titulo de ahijados, dependientes, favoritos y protegidos de la Mamá Grande. 

Los nueve sobrinos de la Mamá Grande constaron como sus herederos universales. Velaron el lecho y al terminar los funerales desmontaron su casa. Los barrenderos de Macondo fueron los últimos en cerrar el cortejo. Barrieron la interminable basura y seguirán -continúa el relato- barriéndola “por todos los siglos de los siglos”. Amén. Las mujeres, desangradas por la herencia y la vigilia, guardaban un silencio sepulcral y un luto cerrado. La mano dura de la gran matriarca controló su extensa fortuna y nos menos las derivaciones de su apellido. Tías que casaba con las hijas de las sobrinas, primos con tías, hermanos con cuñadas. Formaron una “intrincada maraña de consanguineidad” que se convirtió en un incestuoso círculo vicioso. 

La colecta de ocho cuentos, que forman parte de las lecturas canónicas de la obra literaria de García Márquez, cuyo título lo encabeza “Los funerales de la Mamá Grande”, lo marca su inicio: “esta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia de la Mamá Grande, soberna absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor de santidad un martes de setiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice”. Es preludio de la gran novela del Otoño del Patriarca del escritor colombiano. Forma parte del ciclo de novelas en torno a la figura del dictador latinoamericano. Lo inició años ha Valle-Inclán con Tirano Banderas y se sitúa, en su intermedio cronológico, El Señor presidente del guatemalteco Miguel Ángel Asturias quien, al igual que García Márquez, fue reconocido con el Nobel de literatura. 

Una primera lectura de “Los funerales de la Mamá Grande” revela una magistral parábola del imperialismo postcolonial, feminismo carnavalesco, parodia institucional, macabra analogía de la autoridad revestida de grotesco narcisismo. Matriarcado que conjuga lo grotesco, hilarante y cómico con la imagen esperpéntica de un mundo al revés, volteado sobre si mismo. Metáfora hiperbólica de autócratas y dictadores, figuras egocéntricas de un pequeño gran mundo llamado Macondo. Toda un poética del autobombo político, social, y fina parodia del creído de si mismo. 

(Parada de Sil)

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