Opinión

Bajo el yugo español

Gustavo Petro, presidente de Colombia desde 2022, en un discurso previo a su visita a España, reflexionaba que “En Bachillerato, en las clases de Historia, en general nos enseñaban que el feudalismo era un sistema de dominación. Que, incluso, a la gente se la separaba en clases: siervos y esclavos frente a los señores feudales. Ésa era una sociedad de yugo, por eso los pueblos se levantaban”. En su estrafalaria e inocua argumentación apeló a lo sucedido en Europa siglos atrás para avalar su teoría: “Las guerras campesinas en Europa eran un intento de liberación del campesinado de aquel entonces”. Con su virtuosismo oral, extendió el yugo al ejercido por España allende los mares. Una vez más, la alargada estela de la leyenda negra, en este caso por boca de aquellos que rezan, hablan y escriben en la misma lengua que denostan. La califican como heredera de sus maltrechas políticas ejecutadas por sus no lejanos antepasados: los criollos. Como alumno de la Universidad de Salamanca, y como presidente de Colombia, fue honrado con la Medalla de dicha Universidad. Incidió de nuevo en la lucha de su país contra el “yugo español” durante la conquista de América. Incluyo en tal juicio al resto de los países latinoamericanos. 

Como estudiante en la Universidad a orillas del Tormes -Salamanca- sorprende que el ilustre político, jurista y especialista en ciencias económicas, desconozca el importante papel que la conocida “escuela de Salamanca” -un puñado de frailes dominicos, intelectuales, juristas y teólogos-, se erigieran como defensores del concepto cristiano del indio: de sus derechos naturales y humanos. Tanto Francisco de Vitoria como Domingo de Soto y Melchor Cano fueron acerbos defensores de la dignidad del indio. Fue Vitoria el que puso el dedo sobre la llaga. ¿Bajo qué derecho (quo iure) los indios llegan a ser súbditos de los españoles? ¿Qué poder tenían y cuál la misión de la Iglesia en su evangelización? Y aclara con contundencia: los indios son seres racionales y dueños legítimos de sus tierras. Tienen derecho a tener sus propios gobernantes y a organizarse libremente como sociedad. Su infidelidad (infidelitas) y pecado original no les arrebata sus derechos naturales y humanos.

Va más lejos el fraile dominico del convento de San Esteban de Salamanca. Por vía de pecado no existía ningún título para poseer una tierra y despoblar a sus dueños. Y niega la autoridad del emperador en poseer tierras ajenas. Y nadie puede obligarlos a recibir la fe cristiana, en concordia con la doctrina de Tomás de Aquino en su Summa Theologicae. Las fallas de los indios -pecados contra natura, antropofagia, incesto- no pueden ser juzgados por aquellos que carecen de potestad sobre ellos. Que ni siquiera les han impuesto sus leyes. Defiende Vitoria el derecho a la comunicación entre españoles e indios -todos somos ciudadanos del mundo por derecho natural- y, bajo el concepto aristotélico-tomista, al hombre le mueven dos fines: el humano y material y el sobrenatural: divino y eterno. El primero le otorga el derecho a la comunicación entre hombres, al libre comercio (ius peregriandi et communicationis), a relacionarse con los indios, a establecer intercambios, a ser libres en mares e, incluso, a mejorar su situación no solo como prójimos sino también como hermanos. 

En estos derechos, y en otros menos relevantes, basó Vitoria los siete títulos legítimos por los que los indios podían llegar a ser súbditos, no esclavos ni siervos, de España. Justifica como “caso de guerra” el sacrificio de víctimas humanas inocentes y la agresión o impedimento de la propia defensa. Desde Salamanca invitó Vitoria a los gobernantes a una reflexión ética y moral sobre la política colonial y evangélica. El derecho de gentes quedó constituido como un derecho natural. Porque la naturaleza misma nos hace conciudadanos del espacio habitado. De ella nace el derecho natural a la mutua comunicación. 

En la misma línea Domingo de Soto: los preceptos del Decálogo -preceptos morales- por ser de derecho natural, son también de derecho de gentes. Su discípulo, Melchor Cano, defiende una colonización pácífica. Porque el derecho del hombre a comunicarse, a peregrinar y a comerciar por todo el mundo, conlleva también el de enseñar la verdad a aquellos -los indios- de los que pende su salvación. Como hermanos, la predicación es lícita. Y la libertad es consustancial, asume Bartolomé de las Casas -otro gran apólogo de las causas indígenas-, a todo hombre, cristiano o gentil. Estos frailes se adelantaron cuatrocientos años a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. 

Ningún otro país colonizador, en pleno siglo XVI, cuestionó los justos derechos que tenía España para conquistar, dominar y evangelizar el Nuevo Mundo conocido como las Indias Occidentales. El indio es hombre, no bestia. Es digno de poseer tierra y a que no se la arrebaten. Tan solo por medios pacíficos es lícito incorporarlos a la civilización española. En 1573, Felipe II promulgó unas nuevas ordenanzas. Reguló los futuros descubrimientos y pacificaciones por tierra y mar. Limitó las encmiendas a tan solo cuatro generaciones y desplazó el término “conquista” por “pacificación”. 

La polémica sobre el derecho de conquista, fue política, moral, ética y religiosa. Incluyó a académicos, a hombres de acción, a soldados y a conquistadores. España no llegó a América solo con armas de guerra; también con la pugna ideológica. En palabras del gran colonialista Lewis Hanke, ningún otro imperio en lo máximo de su esplendor cuestionó el derecho o no a ocupar territorios colonizados. Y en radical contraste entre el ideal del misionero, que aprende la lengua del indígena, movido por la bondad y la buena fe, y el del gobernante que, movido por la soberanía imperial - prestigio, fama, rentas-. alteró el orden cultural previo e impuso una nueva sociedad. Ni indígena ni española sino síntesis de las dos: Mestiza. Su identidad. En ella nunca se impuso el yugo español, mal que le pese al político colombiano y a sus coláteres. 

(Parada de Sil)

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