Opinión

Una hermosa lección de vida

Conocí a Churry, año arriba año abajo, alrededor del verano de 1990. Él y Alejandra llevaban algún tiempo moviendo fuera de Madrid, donde estaban radicados, el espectáculo “Ale Hop”, con el que a la postre han acabado recorriendo medio mundo y parte “del extranjero”. En aquel momento actuaron en el Claustro del Monasterio de Celanova, repitiendo por tercera vez el camino iniciático que ya habían transitado por ese mismo monasterio, su tío Jesús Silva y su tío abuelo Secundino Feijóo. Desde aquel momento quedé enamorado de la joven elegancia y de la plástica artística de “Ale Hop”.

Luego, ellos volvieron a su Madrid adoptivo y yo me quedé en Celanova. Tardamos en reencontrarnos, pero nos volvimos a ver hace unos años, precisamente con motivo de un homenaje que la Romería Raigame le tributó a la familia Silva-Feijoo, pionera del circo en España, desde Vilanova dos Infantes.

Aquellos días tuvimos tiempo de dejar volar la imaginación y soñar con la hermosa posibilidad de que Celanova pudiese acoger su ansiado proyecto de crear una escuela de Circo en su provincia natal, Ourense. Como es evidente, no fructificó, pero nada es descartable dentro de la magia del circo y de la ilusión.

Ahora lo he vuelto a encontrar en la recoleta comodidad y el cálido ambiente del Teatro Principal ourensano. Fue el pasado jueves –¡tres décadas después de aquel primer contacto!- y lo que vi me dejó ciertamente impresionado.

Desde el primer minuto –que es el tiempo que tarda en cruzar el pasillo-, el lento caminar del viejo titiritero acompañado de su “famélico” perro y parte de su errante vida literalmente a cuestas; hasta la no menos lenta fusión a negro de la despedida y ya con todas sus penas y sus alegrías, todos sus éxitos y sus fracasos, y el acopio de la su crónica arrastras, durante una hora el viejo payaso (¡cuánta grandeza abraza y, sin embargo, cuanta ignominia apócrifa se ha creado alrededor del significado de esta palabra!), a la vez que arrancaba hojas de su particular calendario, que nos hacía reír y al minuto siguiente nos llenaba de melancolía, que nos ilusionaba con el recuerdo de los tiempos idos y al rato nos afligía con la aparente decrepitud de la hora aciaga, la interpretación de la soledad que ofrece Churry constituye un remanso por el que, en cada pequeña cresta de ola, sumerge al espectador en un sosegado contraste de sensaciones.

Y lo hace porque, mientras él muestra las cicatrices que el camino le ha ido dejando en la ambulante trayectoria del cautivador personaje, yo pensaba en las mías (y muy probablemente cada uno de los que estábamos en el teatro lo hacía también en las suyas propias). Por eso, y porque lo que Churry ofrece en el escenario es una auténtica y hermosa lección de vida, a través aparentemente intrascendente vida de un payaso: la inexorable decadencia a la que irremediablemente nos conduce el camino y que creemos que nunca llegará, hasta que, sin darnos cuenta, comenzamos a mirar para atrás simplemente porque ya hemos cruzado la línea.

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