Opinión

Grándola, vila morena

En la medianoche del 24 al 25 de abril, desde el puesto de mando habilitado en el cuartel de Pontinha se realizaron las comunicaciones acordadas para el “día D” con las principales guarniciones militares del país. “¿Oporto?: En marcha, coronel”. “¿Braga?: En marcha, señor”. “¿Santarém?: Sin contratiempos, a la orden de su excelencia”. “¿Faro?: En marcha y a la orden de su excelencia, señor”. El coronel telegrafió después a las principales cancillerías europeas y puso conferencias a los domicilios particulares de los líderes democráticos portugueses exiliados en París, Bonn y Roma. “¿Qué está pasando?”, preguntaron con avidez sus interlocutores al otro lado de la línea.

–Lo que está pasando es la revolución. O Estado Novo fica morto, señor. Portugal es libre –dijo a cada uno.

En esos minutos críticos, los soldados acuartelados en los principales destacamentos militares seguían, resueltos y agitados, el popular programa “Límite” de Radio Renascença. Esperaban una señal. En las salas de banderas los capitanes escucharon impacientes “E despois do adeus”, el disco de moda con el que Paulo Carvalho había representado a Portugal en el reciente Festival de Eurovisión.

Y, sin mediar aviso, sonaron los primeros acordes de la canción. Eran las cero horas, veinte minutos, del 25 de abril de 1974.

Un mes antes, treinta jefes y oficiales del MFA asistieron en el Coliseu dos Recreios a un concierto que la censura había intentado abortar prohibiendo la mitad de las canciones programadas. Llegaron mezclados con una multitud excitada y levantisca que desafiaba al Gobierno abarrotando por completo el auditorio, y ocupaba como territorio conquistado cada butaca, cada escalón, cada baldosa del hall, los palcos, la platea, los pasillos, la plaza. Una marea humana bullía expectante y soliviantada por Restauradores, Condes, Jardim do Regedor, Recolhimento, Portas de Santo Antão, Plaça da Figueira y Rossío, en un latido que alcanzaba a toda A Baixa, de Terreiro do Paço a Marqués de Pombal.

Al apagarse las luces de la majestuosa sala, desde el fondo en negro del escenario, en medio de uno de esos silencios formidables que anuncian las grandes emociones, sonaron los primeros versos de Zeca Afonso: “Menina dos olhos tristes, o que tanto a faz chorar, o soldadinho não volta do outro lado do mar”. Era una de las canciones prohibidas. El Coliseu rugió enfervorizado.

—Necesitamos una señal –comentó en voz baja uno de los capitanes.

Todos los temas censurados se fueron cantando uno a uno, coreados a voz en cuello por el público, y tras dos horas de éxtasis casi religioso, cuando estallaron las primeras notas de “Venham mais cinco”, un entusiasmo general desbordaba el recinto y sus alrededores. Los compases de la última canción señalaban el final del concierto. Entonces, la gran Amália Rodrigues avanzó lentamente hasta el proscenio, detuvo con un breve gesto las aclamaciones, mandó callar la música y a capela, en un vibrato bien modulado de su voz limpia, levemente aguda, rompió un nuevo silencio de emociones insondables: “Grândola, vila morena, terra da fraternidade…”. Y como si toda la noche hubieran esperado ese momento, ocho mil voces al unísono le dieron una réplica atronadora que remeció los cimientos del Coliseu, del Chiado y la Alfama, de Lisboa entera y de cada metro de suelo de la vieja Lusitania desde Valença a Faro en un clamor de libertad: “O povo é quem mais ordena, dentro de ti, ó cidade”.

—Esta es nuestra señal –dijo el capitán a sus compañeros—: ¡Viva Portugal!

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