Opinión

Termómetro de pared

Termómetro de pared
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Quizá seamos el único planeta en esta galaxia con vida y con periódicos los domingos. Habitamos un superorganismo que nosotros, mequetrefes humanos, parecemos incapaces de comprender. Mientras seguimos desenterrando bosques del pleistoceno para hacerlos arder en una pira global, la ciencia va decodificando esta criatura que habitamos, hecha de mares que piensan y bosques que caminan. Sus conclusiones son muy parecidas a las que ya habían llegado antes, y desde el espíritu, muchos de los pueblos originarios que aún sobreviven a orillas de la civilización.

La cosa es que hace calor. Que este pedrolo en el que damos vueltas se calienta como una brasa azuzada por el viento. Y que no hace falta mucho para que la especie humana sea un puñado de infelices intentando sobrevivir en el polo norte. Estos días de apocalipsis, todos miramos a los termómetros para saber si aún queda una posibilidad de clemencia que nos deje seguir con nuestros asuntos pequeños. Tengo amigos con opíparos sistemas digitales que les chivan hasta el estado de ánimo del aire. Yo tengo en la ventana un pequeño termómetro de pared. 

Este cacharrín, construido en latón sobre un madero lacado, muestra los grados en su esfera para ser leído como un reloj. Lacónicamente, contempla desde los -20º hasta los 50º Celsius. Está preparado para lo peor. Me gusta echarle una ojeada de vez en cuando. En su esfera, con una rosa de los vientos, la verdad que siente el cuerpo se confirma de un vistazo. El termómetro tiene un funcionamiento curioso. En sus tripas una espiral interna de dos metales entrelazados se dilatan a distinta temperatura para mover la aguja. Es ella quien nos aconseja si debemos salir afuera con poncho de lana sin cardar o en camisa y sandalias. El termómetro le da a la casa un toque náutico, como de Nautilus o Arca de Noé, y hace serio lo que debería ser aún más serio. Mientras afuera suenan las desbrozadoras y caen árboles centenarios, el termómetro nos recuerda que hay que celebrar cada insecto, cada brizna de hierba, cada higo maduro. Nada garantiza que volvamos a vernos el próximo verano. 

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