Opinión

La catedral más antigua del país

La basílica, antaño catedral de San Martiño de Foz, situada en un altozano.
photo_camera La basílica, antaño catedral de San Martiño de Foz, situada en un altozano.

Esta costa nuestra de los cántabros, en el Medievo codiciada por los belicosos normandos o wikingos que desembarcados en su drakars, naves de dos quillas, no precisaban darse la vuelta porque la proa siempre dispuesta para la huida cuando incursionaban, incluso tierra adentro, para llevarse ganado, joyas, alimentos y no pocas veces mujeres aunque preferían dejar su semilla en forma de violaciones, que en el arte de las mini guerras también presentes; de aquí los rasgos nórdicos, visibles en el cabello y color de los ojos de unos cuantos habitantes costeros de esta Galicia. Con aquel panorama al que se sumaban las incursiones musulmanas, en aquellos albores del siglo X surgió la catedral más antigua de la Hispania de la reconquista, la de San Martiño de Foz, a una legua de la costa de Foz, lo que podría ponerla a salvo de los asaltos de los bárbaros piratas, pero ni aun así, porque la osadía de aquellos temerarios navegantes llegaría hasta el mismo interior de Santiago. En estas turbulencias o en medio de ellas, en pleno reflujo de fronteras entre musulmanes y cristianos al asalto de las dominaciones de los moros en la península, unos huidos del avance musulmán en el cercano rio Douro (Duero), en Dumio, sede episcopal, y otros de Britonia, cerca del nacimiento del Miño, por tierras de Meira, afamada también por ser sede monástica benedictina, los también huídos britanos o britones de las persecuciones en Irlanda por su fe, fundan la catedral o sede episcopal de san Martiño de Foz o de Mondoñedo, como algunos la dicen, que siglos más tarde la reina Urraca trasladaría a Mondoñedo, desde entonces asiento de la diócesis. Siglos de avatares y dos santos a cobijo de sus muros:  San Rosendo o Rudesindo, el fundador del monasterio de Celanova, obispo por más de una década, y el también fraile san Gonzalo, otro obispo que muere en sede episcopal cuando Rosendo lo hace en el monasterio por él fundado en Celanova, más nombrado como de San Rosendo, que él bautizaría como de San Salvador, sobre cuya planta en el barroco se levantó el gran monasterio que es hoy.

El paraje es como un vergel de bosques y praderías si no fuese que la masa boscosa del entorno poblada de eucaliptos. Cuelgan por millares los limones a cobijo de cualquier casucha como si de árbol consagrado a los dioses lares o de la casa cuando por el parque, como si por encantado bosque se transitase hacia lo alto donde erigida la catedral de San Martiño; aneja y pegada con acceso al interior de la basílica, una casa habitada hasta hace poco y ahora museo para exponer en paneles luminosos y pantallas las excelencias de la piedra esculpida en sus capiteles, canecillos con motivos más animales que florales, la historia de sus dos santos y la de la sede mindoniense primaria.

Le pongo un mensaje a José Benito Reza, que él de inmediato contesta, porque el recuerdo de San Rosendo con Celanova y su monumental monasterio me lo traen a la memoria, ya que acaso sea difícil hallar un más grande y orgulloso propalador de su pueblo que este celanovés que encima mora en la villa y que cuando recibe a algún visitante amigo lo introduce en la monumentalidad de esa basílica, que más catedral pareciere, que es la abacial de Celanova, evocando cada pasaje, la piedra, la madera de su trabajado coro, sus monumentales puertas que dan acceso al tallado coro, la bóveda, la cúpula, el retablo del altar mayor, y en el exterior, la capilla mozárabe de San Miguel,  mandada construir por el mismo San Rosendo que se inspiró en un viaje a la corte califal de Córdoba, como embajador regio de su tío político. Este pequeño templo, en el ala norte del mosteiro, afamado además por entrar el sol de madrugada en el equinocio primaveral de entre el 19 y 21 de marzo, y el otoñal entre el 21 y 24 de septiembre, que da paso precisamente a esta estación, por donde entra por un ventanuco y sale por el otro el rayo del sol, salva sea en nublado día. 

Yo nunca había experimentado tal curiosidad por la basílica hasta que un día Reza sacó su caudal de conocimientos sobre el monumento que ya plasmó en Xanela, la revista que ha creado y dirige, impresa en papel couché. En su casi horaciano retiro, este peripatético celanovense se va de paseo como a la búsqueda de sus raíces en Castromao donde se impregna de un pasado, como si de un colloernus se tratase para llenarse del espíritu castrexo.  Y de esas andaduras, también por tramos de ese camino rosendiano que desde Sto. Tirso, cercanías de Braga, enlaza en Ourense con el sanabrés-ourensán a Santiago (hoy más difundido con el nombre de Mozárabe), que fue creado cuando él dirigía el departamento de medio Ambiente de la Xunta. Mejor portavoz de las excelencias rudesindianas de su tierra no podría hallarse, piensa uno, porque si ya te subyuga con el relato más con una voz que pone su tono, y donde el entusiasmo, juntamente con la historia hablada, aumentan el  interés; a propósito de esta manera de comunicar, uno aún recuerda algunas excursiones de la asociación cultural Posío Arte y Letras por esos monumentos donde la monotonía de unas voces, por más que doctas, apenas despertaban interés por el pasado a unos oídos aun adolescentes, acaso porque esas entendederas más interesadas en el viaje en la baca del autocar que en las pisadas por la historia.

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