Opinión

A Rabeda, leyendas y personajes

Los caminos empedrados salpican los valles ourensanos.
photo_camera Los caminos empedrados salpican los valles ourensanos.

Ruedo por las planicies donde se suponía que aldeas sumergidas, como se atribuye a toda laguna, hállese en valle, montaña o llanura como por las tierras vecinas de llamado Val da Rabeda, que no es que sea la más renombrada aldea pero que ha dado nombre a todo el valle donde destaca el polígono industrial de San Cibrao. Al Val da Rabeda se le atribuyen unas cuantas leyendas y uno que es sensible más que a los mitos, que entretenidos sí, a los paisajes que están ahí y que impactan seas caminante; si ciclista o maratoniano, casi como si viajaras en auto donde todo pasará sin dejar huella, como si de una fugaz película.

A mí siempre me supuso una frontera para acceder a ese llano el sonoro, o si quieren afamado, alto do Cumial, por ser el primer puertecilllo salvado en dirección a Limia o Monterrei… Allí mismo, como una nebulosa, evocarás al que fue campamento militar llamado de O Cumial, aunque distante un kilómetro, nombre que le viene de cumio o cima a partir de la cual aparece el altiplano de A Rabeda con el industrial Polígono y, adentrándote, el mesón de Calvos como un recuerdo de las paternas raíces, aunque el lugar distante como a solo unos centenares de metros de la aldea de Calvos; A Venda o Venta, de donde debería haber tomado el nombre, sería más exacto, cuando establecidos los antepasados que regentaron un mesón a modo de una mansio como las que jalonaban las calzadas romanas, que más similitud con una casona o pazo, dotado de recios y altos, más que muros, murallas. Siguiendo a pedal por este flanco occidental rabediano, el pueblo de Taboadela, lugar que me retrotrae a la niñez cuando un lejano pariente, por festividades, nos reclamaba para algún festivo convite en el que anfitrión único este Marcial Babarro, señor de sombrero y buen porte, a modo de patrón, amén de consorte de una renombrada maestra del lugar, la asturiana María Collía. A Marcial siempre lo asociábamos como ese gran señorón rural, capaz de desenvolverse en la ciudad como terrateniente cultivado que era. Un lejano pariente siempre invocado en la ciudad, al que se estimaba en sus opiniones, que por morada tenía a Mingarabeiza, esa aldehuela donde enclavada su casona que frontera a la torre de Torán, castillo que fue como a modo de avanzadilla de los feudales señores de Allariz, que la erigieron en el Medievo por ser estratégico lugar de tránsito entre la ciudad y la alaricana villa.

Se cuenta que desde Taboadela un vivaracho mozuelo bajaba con frecuencia a la ciudad para llevarle una libra de chocolate a unas señoritas rentistas, que como premio le costearían estudios de seminarista a quien después iba a ser el imborrable cura de Piñor, Don Florencio, además de confesor del Seminario, hombre de singular carácter y genio que visitaba, cuando la ocasión lo requería, Palacio, como él y otros párrocos le decían al episcopal, donde, por su genio, alguna discusión con el obispo tenía, de una de las cuales, como alguna vez se dijo, que cuando como por costumbre el prelado tenía el dar a besar el anillo, Don Florencio lo rechazaría con un: Quíteme de ahí ese ferriño. Genio y figura la de este curiña capaz de contradecir al mismísimo y todopoderoso ordinario de la diócesis, en unos tiempos en que ponían y deponían a las autoridades no de su gusto, cuanto más a sus párrocos.

Y si de recuerdos de un pasado remoto, cuando uno fluctuaba entre la infancia y la adolescencia, en el presente otro de los moradores de buen recuerdo me lleva a la Abeleda, esa aldea del compañero Ildefonso Vila Babarro, el cual, aunque colgados los hábitos y no su fe, era ese amable que podía invitarte a sus rurales predios; más adelante, la aldehuela de Moredo, aún da para una parada con el Risco Carlos, el cual ha trasladado sus lares, como si de una programada sucesión se tratase, una vez desde Madrid a la sierra, la otra desde Cambeo a Ourense, y de la ciudad a estos lugares a cubierto de los rigores sureños por las laderas de la Sta. Mariña. Los objetos de los que se acompaña o acompañan a Carlos están presentes y tantos habrá cuantos su poética prosa nos quiera ir mostrando cada domingo en estas páginas. Admiro esa capacidad de sacar el alma a una tetera, un botijo, una silla, una palmatoria, un salero, una cazuela, algún sonoro objeto; a un piano, menos difícil, acaso a una bici que por allí en cierto desuso o de menos utilización de la que quisiere o dispusiere. Como ligado a la aldea, mantiene el campo tal cual, por lo que nunca segará ni las yerbas de su patio ni acaso las de su finca donde un cerezo más esplendente en la floración que rebosante de minúsculos frutos. Si un gato por compañía de quien sin mengua de su libertad, de su esporádica compañía usa, o de la que el félido le deja, por momentos de alguna flaqueza menguante de su libertad, al acoubo de su regazo, le basta con oír el canto de los pájaros, aunque fuese de los nocturnos que por lúgubres se tienen, ensimismándose en todo lo que la vida campestre da y donde él se siente, como su mimado gato, tan libre, aunque, paradójicamente, atado parezca por mor de las humanas necesidades que subvenir se deben.

Mi pedaleo por estas tierras, amén de la visita al Risco al que yo Ulloa preferiría llamar, por de más nobleza parecerme, aún da para adentrarme en la parte más frondosa del camino que desde el enlace con el de la Vía de la Plata, en zamoranas tierras, nos lleva hacia Santiago, por unos terrenos, que encharcados por la pluviosidad habida, hacen sospechar que en el pasado más tierra sumergida que emergente este valle da Rabeda mostraba.

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