Opinión

El val de Abeleda y Gil Carlos Risco

Santa Tegra.
photo_camera Santa Tegra, la parroquia, con su recia casona del torreón, restaurada no hace mucho, camino del monasterio de San Paio de Abeleda.

Donde antaño laderas de rala vegetación, hoy viñedos aterrazados. El valle de Abeleda (que el nombre le viene de los avellanos, abeledas o avelairas de los que muchos subsisten) debajo de Castro Cadelas por donde discurre el Edo, un río que nace en la sierra do Burgo, y que nunca vimos de estiaje, y que vierte en apenas docena de kilómetros en el represado Sil, allá cerca del embarcadero donde el puente de la carretera Monforte de Lemos-Castro Caldelas. Me recuerda una catástrofe humana de los años sesenta cuando un vehículo que venía de la feria de esta última villa se precipitó al Sil, donde se ahogaron más de una docena de feriantes y el ganado que traían en un autobús de los llamados mixtos, en el ahora los embarcaderos, del lado ourensano, para catamarán, y del lucense, lo mismo, solo que allí bar y restaurante. Ahora está muy montado todo aquello. Han surgido unas cuantas bodegas para procesar tanto viñedo; se complementan con mesón; los turistas inundan los cañones del Sil, se dan una vuelta en el catamarán hasta la presa de Santo Estevo y comen en las bodegas. Todo organizado, amén del tren turístico. Y es que aquello se lo merece, por sus viñedos, cañones, miradores de entre los que sobresalen todos, pero yo señalaría las Penas de Matacás y el mirador do Castelo, el primero en tierras de Caldelas y el segundo en las de Lemos. Así no extraña que por cientos las personas se desplacen por un día o un fin de semana. Lo del catamarán podría parecer aburrido pero debe tener eso que solo proporciona el barco.

Por Caldelas te puedes ir a O Burgo, que en tiempos de la romanidad más relevante que el mismo Castro, por el paso de la Via Nova, de Braga a Astorga, para caminar unas rutas bien señalizadas y que más ofrecen de lo que se espera. En el mismo Castro, el castillo que fue de los condes de Lemos, la casa natal de Vicente Risco, revertida en mesón y otra pétreas, amén de llevarte la afamada bica do Castro o una tarta de castañas, y en las caídas hacia el Sil hay mucho que ver y caminar, como la aldea de Santa Tegra y su casa de cuadrangular torreón, o a unos cientos de metros el monasterio de San Paio, que arquitectos pontevedreses planifican, incluso con drones, como lo van a convertir, respetando su estructura semiderruida, en hotel o pousada de turismo rural. Como está en manos privadas rentabilizarlo quieren. No sé si el románico templo queda al margen de la reforma, pero sí tapiada la principal puerta y aguantando las humedades que echarán abajo la techumbre de esta caleada iglesia, como de hábito se tenía en la Baja Edad Media para, creían, evitar las pestes que diezmaban las poblaciones, incluso las rurales. En torno al mosteiro han proliferado los viñedos y uno no se explica cómo se puede beber tanto vino…bueno, desde la perspectiva de un abstemio. San Paio, en documentos de autenticidad dudosa, se dice que por Alfonso VII, el emperador, en donación a dos caballeros, y que el primer abad en el sigo XII; en tiempos de máximo esplendor contaba con cuatro cregos, el abad y un coengo o canónigo. Así que esas fantásticas comunidades de docenas de monjes que imaginamos de cualquier abadía, no fueron tales, y esto lo dice Francisco Javier Pérez, en su libro de los Monasterios de Galicia en la Edad Media. Siempre proclives todos a imaginar comunidades numerosas cuando tales no  hubo. San Paio fue una abadía de señores laicos, y que más de particulares que de la Iglesia sus bienes, a partir de la exclaustración.

En las cercanías de este feraz valle, que ahora mismo de una vistosidad como nunca con las cepas, de mucho colorido y las arboledas, de un lugar tantas veces visitado con el eximio Gil Carlos Risco, sobrino de Vicente Risco, que por parentesco disfrutaba de algunas prebendas de los frutos de parientes en el mismo valle, en Celeirón, entrando por Ponte da Boga, bodegas hoy nombradas. Con Gil y sus hijos: Fer, Javi, y los aún infantes Ton y Carlos andábamos a la recogida de castañas, manzanas, nueces y vagábamos entre cepas aprovechando los sobrantes pámpanos, como maestros de eso que se llama rebusco. Y al final nos íbamos de visita al monasterio o a las cascadas allí cercanas, donde Gil iba tarareando alguna de sus predilectas canciones o alguno de sus creativos poemas en los que gala hacía de tanto ingenio cual pocos sobre la marcha pudiesen componer. Con Gil Carlos conocimos el valle, el Castro, la casa familiar de los Risco, administradores que fueron del castillo y sus bienes y caminamos por sus callejas donde en días de feria terminaba comprándose un queso redondo del país, como por costumbre lo hacía en las ferias de Monterroso, pero allí negociaba el precio desde las alturas de un muro enviando el montante en monedas y recibiendo el queso por aéreo correo en un alarde, el del quesero en el lanzamiento o el de Gil recogiéndolo, que un auténtico maestro de la recepción…por eso siempre repetía el mismo rito en Monterroso, que asociamos con aquello de: "Si viras o que eu vin na feira de Monterroso/ Vintecinco xastres xuntos a cabalo dun raposo". Del licenciado Gil tantas cosas podrían contarse que aquí no cabrían.

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