Opinión

Guerra de símbolos

A lo largo de los años noventa, en el País Vasco fueron frecuentes las ‘guerras de las banderas’ con motivo de las fiestas grandes de las principales ciudades, que provocaban importantes altercados entre los proindependentistas de Herri Batasuna en sus distintas denominaciones y las fuerzas policiales. Tras la vuelta a la legalidad de las formaciones abertzales y su  llegada a los gobiernos municipales, en la segunda década de este siglo se volvieron a recrudecer pero de distinta manera, con la ocultación de la enseña nacional o con la aparición en sus fachadas de carteles a favor del acercamiento de los presos de ETA.

Es decir, que lo que se ve ahora en numerosos edificios consistoriales de Cataluña con lazos amarillos, ya se ha vivido con antelación, y la forma en la que se actuó contra esa “vulneración de los principios de objetividad y neutralidad política que deben respetar las entidades de régimen local”, -como señaló una sentencia del TSJPV al respecto-, es poner en marcha acciones judiciales que en el caso de obtener sentencias favorables deben cumplirse, o el alcalde corre el riesgo de ser inhabilitado para el ejercicio de cargo público.

Lo lógico es que sea la Delegación del Gobierno en Cataluña quien emprenda estas acciones legales, a sabiendas de que en lugar de apaciguar los ánimos los puede enconar. Pero si para los ‘indepes’ sus símbolos son intocables, también lo son para el resto de españoles en tanto no se cambien las leyes que regulan y protegen su uso. Ahora bien, tampoco conviene realizar un ejercicio de cinismo como el del secretario general del PP, Teodoro García Egea, que recrimina al Gobierno  esa falta de actuación cuando hasta hace poco más de dos meses era su partido el que estaba en el Gobierno, y sus iniciativas para devolver la bandera española al lugar que le corresponde y quitar carteles en favor de los presos en los ayuntamientos independentistas tendrían que haber sido más intensas.

Cuestión distinta es la ocupación de espacios públicos que han realizado los independentistas con su simbología amarilla y la reacción, minoritaria, de la ciudadanía para retirarla, ambas acciones enmarcadas en la manifestación de la libertad de expresión, si bien en el primer caso comienzan a vulnerar otros derechos y a poner en riesgo la seguridad de todos. Ni quitar ni poner lazos puede ser objeto de reproche penal según la fiscal general del Estado. Pero lo que si ocurre es que sin llegar a un clima de enfrentamiento civil ya tienen lugar escaramuzas que todas las autoridades públicas debieran esforzarse por  frenar.

Pedir una actitud razonable al presidente de la Generalitat parece inútil, sin embargo,  cuando las retiradas de lazos amarillos las atribuye a “grupos armados y organizados” –un exceso y otra vuelta de tuerca al victimismo- que habrían contado con la participación de agentes policiales a título personal, que están  siendo investigados. Tampoco el ofrecimiento de García Egea para ir a quitar lazos él mismo contribuye a serenar los ánimos.

Por el contrario Quim Torra no tiene reparos en que la policía autonómica identifique y pretenda sancionar a quienes retiran esos mismos símbolos, aplicando una doble vara de medir que solo la reunión de la Junta de Seguridad de Cataluña puede encauzar, con los mossos d’esquadra como garantes de los derechos de todos. ¿Se lo ordenarán?

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