Opinión

Comuniones

Estos días hierve el Territorio Comuniones. Con los niños ultimando sus catequesis, los padres preparando el festejo (dentro y fuera de la iglesia) y todos con la ilusión de ver el gran momento en el que su hijo o su nieto reciben el santo sacramento, para, minutos después, abandonar el templo con algarabía y en bandada, rumbo al restaurante.

Suena bien. Una fiesta más. Con excepciones, hace mucho tiempo que se ha perdido el verdadero significado de la Comunión y del Casamiento. El acto social supera al religioso, y los rosarios, los anillos y toda la suerte de elementos que acompañan a los protagonistas son apenas atrezo, complementos que se aparcan al llegar las cigalas o con los primeros compases de bachata en el comedor.

Porque comuniones, bodas, ya los bautizos (y pronto los entierros con ágape) son celebraciones que revelan nuestra querencia festiva por encima de nuestra “creencia”.

No hay más que ver a los novios semanas antes de la boda: van a misa cuando el párroco celebra en su honor, y tras pasar por el altar muchos no vuelven a pisar la iglesia hasta que toca funeral. Y con las comuniones, lo mismo: marineritos e inmaculadas damas blancas cuelgan sus hábitos y dejan de ir a misa por falta de tiempo, carencias de fe o cualquier otro sólido argumento dominguero. “Ya elegirán ellos cuando sean mayores”, dicen sus padres.

Toda opción es respetable, faltaría más. Allá cada cual. Creer en Dios, en Alá, en Osiris o en la cuenta corriente, es un maravilloso ejercicio de libertad que se nos permite en civilizaciones modernas y avanzadas. Pero claro, eso es una cosa y la coherencia, otra bien distinta. ¿A santo de qué nos arrodillamos y nos santiguamos si pensamos que eso es un paripé, un peaje que pagamos a cambio de recorrer la alfombra roja camino del altar, donde aguarda Tom Cruise con casulla y estola para darnos un Oscar con forma de oblea? 

Eso sí, en vísperas, los niños se saben el Padrenuestro al dedillo y los novios se prometen fidelidad eterna. ¿Qué más da?... Como ahora somos esclavos de la obsolescencia programada, al pacto con Dios también le ponemos fecha de caducidad, como un alquiler, no vaya a ser que tras el juramento cambiemos de opinión y nos metamos en pleitos divinos, lo cual sería muy grave.

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